Artículo orginales de investigación
Miradas musicales, escuchas cinematográficas
Epistemus
Universidad Nacional de La Plata, Argentina
ISSN-e: 1853-0494
Periodicidad: Semestral
vol. 12, núm. 1, 2024
Recepción: 17 Febrero 2024
Aprobación: 19 Abril 2024
Resumen: El presente trabajo busca trazar paralelismos entre el cine y la música, desde una perspectiva fronteriza y decolonial. Para ello, se eligieron y analizaron algunas películas, con sus bandas sonoras, así como canciones que resuenan con los temas abordados. Construyendo una mirada transversal del cine a través de la música, se buscó cuestionar o desmantelar categorías cruciales para el cine occidente-centrado, que aún reflejan una nostalgia colonial y persisten en divisiones ideológicas, como entre el “cine-arte” o el cine “moderno” y el “resto”. Así, el texto se divide en tres secciones centrales y dos conclusivas: Cine visto por la música: verticalismos y horizontalismos en transversales inserta epistemológicamente el tema, analizando rizomáticamente las fuerzas horizontales y verticales del cine y de la música; Cine-música modal aborda algunas películas-músicas desde una perspectiva transcultural de la música modal, centrándose en sus ciclos de repetición, transformación, así como de muerte y renacimiento simbólicos; Modal, tonal, atonal: resonancias cinematográficas aborda los cambios que la música y el cine han enfrentado y engendrado, desde las transformaciones de la música modal en tonal y atonal; Pequeña coda resume brevemente el camino trazado a lo largo de la obra y Da capo al fine: por un pensamiento fronterizo decolonial lo concluye. Se espera que el artículo, de carácter ensayístico, pueda contribuir a enriquecer las reflexiones cinematográficas y de otras artes, sobre todo porque parte de una mirada-escucha no especializada, construida a partir de un arte distinto, la música, lo que considero una poderosa y fecunda forma de encuentro, precisamente porque permite el tránsito transcultural y rizomático entre diferentes artes y saberes.
Palabras clave: cine, música, decolonialidad.
Abstract: The present work seeks to draw parallels between cinema and music, from a border and decolonial perspective. For this, some films were chosen and analyzed, with their soundtracks, as well as songs that resonate with the topics addressed. Constructing a transversal view of cinema through music, we sought to question or dismantle crucial categories for Western-centered cinema, which still reflect a colonial nostalgia and persist in ideological divisions, such as between “art-cinema” or “modern-cinema” and the “rest”. Thus, the text is divided into three central sections and two concluding ones: Cinema seen through music: verticalisms and horizontalisms in transversals epistemologically inserts the theme, rhizomatically analyzing the horizontal and vertical forces of cinema and music; Modal cine-music addresses some films/musics from a transcultural perspective of modal music, focusing on its cycles of repetition, transformation, as well as symbolic death and rebirth cycles; Modal, Tonal, Atonal: cinematographic resonances addresses the changes that music and film have faced and spawned, from the transformations of modal music into tonal and atonal; Small coda briefly summarizes the path traced throughout the work and Da capo al fine: for a frontier decolonial thought concludes it. It is hoped that the article, essayistic in nature, can contribute to enrich reflections on cinematography and other arts, especially since it starts from a non-specialized look-listening, built from a different art, music, which I consider a powerful and fruitful form of encounter, precisely because it allows transcultural and rhizomatic transit between different arts and knowledges.
Keywords: cinema, music, decoloniality.
Cine Visto por la Música: Verticalismos y Horizontalismos en Transversales
“Porque sois tan inventivo y pareces contínuo, Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo
Eres uno de los dioses más hermosos, Tiempo, tiempo, tiempo, tiempo”.[1] (Oração ao tempo, Caetano Veloso, 1979)
“Aquí, desde donde el ojo mira; ahora, que el oído escucha;
el tiempo que la voz no habla, pero que el corazón tributa
El mejor lugar del mundo es aquí y ahora”.[2] (Aqui e agora, Gilberto Gil, 1977)
A pesar de todos los análisis cinematográficos y transmediales -como los psicoanalistas, en el eje Freud-Lacan-Althusser, que apuntan a una hibridación y dilución generalizada de géneros (ya sea del masculino-femenino de los sujetos o de los géneros de las películas); o incluso los análisis vinculados al eje modernismo/posmodernismo- una especie de división insuperable entre ciertos tipos de artes/producciones sobre otros permanece robusta. Este divisor en los moldes actuales es producto de una nostalgia colonial, vinculada a la idea de superioridad del arte occidentocéntrico sobre todos los demás artefactos culturales. Así, hay un dispositivo que se activa constantemente para aludir a una supuesta oposición insuperable entre “cine arte” y “el resto”. En palabras de Xavier (2005), la oposición ocurriría entre lo vertical .fuerza del instante, pistas de imagen-sonidos flotando unos sobre los otros) y lo horizontal .fuerza de sucesión) . Este último estaría conectado con las estructuras del espectáculo integrado (Agamben, 2001), con el cine “hollywoodiano”, con el sex-appeal de las estrellas, la centralidad en los personajes, además de la fabricación de una “naturaleza salvaje”, como en las películas de western, viajes y roadtrips, o aún de urbanidad, con algunos detalles banales expandiéndose y ganando autonomía, generando significados o efectos pop dentro y fuera de las películas (Xavier, 2005).
Este dispositivo analítico está, de hecho, ligado a uno de los presupuestos más emblemáticos del arte moderno y de vanguardia: el de contar por metáforas; de nunca contar directamente (Piglia, 2014), sino de ocultar, crear múltiples camadas de significado, de modo que lo revelado, cuando se revele, adquiera características especiales de profundidad y ciertas emociones tal vez sentidas como “superiores”. Sin embargo, tal revelación a menudo se verá frustrada en el “cine moderno”, pero seguirá siendo reveladora. Incluso excluir es mostrar la exclusión; ocultar es mostrar el ocultamiento; mostrar es siempre seleccionar y dejar mucho fuera, reflejando el ancestral binomio adentro-afuera en el que se asienta el dispositivo cinematográfico (Comolli, 1998). Todos estos procesos, sin embargo, de alguna manera muestran.
Así, se atribuye demasiado poder a tales obras, como si las capas de significado fueran creadas o inauguradas allí mismo en la obra, y no en diálogos profundos del ser-en-el-mundo[3] (Heidegger, 2002) -del ente que abrió el mundo a lo largo de su jornada existencial- con estas obras. Este montaje vertical que algunas obras, eso sí, enfatizan, está realmente presente como potencialidad, latente en cada percepción y experiencia del ser-en-el-mundo, así como son también y sólo potencialidades en las “obras de arte”, los cuales, para su implementación, demandan al interlocutor un capital cultural, simbólico, existencial y institucional específicos.
Hay hermosas metáforas para referirse a la fuerza vertical del cine, símbolo de lo “moderno”, de la ruptura, de la originalidad y de la creatividad vanguardista. Gilles Deleuze (1987) prestará atención, por ejemplo, a la disociación entre ver y hablar en determinadas películas, con la producción de una voz que habla de algo y una imagen que nos hace ver otra cosa, movimientos que se transforman en un sentido profundo, en el que lo que se nos dice está debajo de lo que se nos hace ver; o, la voz se eleva en el aire mientras lo que nos habla se entierra; aire y tierra, elementos en transformación y circulación como ritornelos[4]. Avellar (2005) también abordará las fuerzas de la tierra y del aire como “ostra y viento”: el cine como inmovilidad, cierre, ostra, y apertura por todos lados, puro movimiento, viento. Ostra y viento “como un modo de ver todos los filmes” (p. 61): expresión de una inmovilidad que es todo movimiento. En el momento de la proyección y más allá, en la película de la pos-proyección -la que permanece con nosotros mucho después de que terminan los créditos, en un tiempo virtual kairotico, cercano al de la música y del mito-, la película pasa abierta como el aire por todos lados, aunque inicialmente cerrada en la pantalla; el espectador, inicialmente inmóvil en la sala, como una ostra dentro de otra, mueve su imaginación en todas direcciones, como el viento, como el rizoma[5].
Así, la fuerza “horizontal” y ”vertical” del cine, generalmente asociada con el cine hollywoodiano y el cine arte, o con el cine clásico y moderno, respectivamente, en realidad responden a metáforas más antiguas y profundas, las cuales pueden asociarse no solo con las artes más cercanas al cine, como la fotografía, la pintura y el teatro, sino también con la música. Es con este arte que busco en este trabajo establecer algunos paralelos, que pueden enriquecer esta discusión. La imagen-historia, fuerza horizontal, y la imagen-presencia, fuerza vertical, resumida en una de las escenas inaugurales del cine, La comida del bebé (1895) de los hermanos Lumiére -imagen-historia en el teatro familiar que narra la escena, y imagen-presencia en las hojas que se mueven de fondo, percibidas por Méliès (apud Xavier, 2005)- también se reactivan en numerosas obras musicales. Para Wisnik (1999), nada sintetizaría mejor este proceso que un preludio -la fuerza tonal de la narrativa-drama, la horizontalidad- y fuga, la fuerza del instante, modal travestido de tonal, verticalidad, de J. S. Bach.
Cada sonido, como cada luz, implica innumerables haces de frecuencia, series armónicas, espectros de colores y ruidos, en fases y desfases, cuyas totalidades pueden expresarse metafóricamente en el ruido blanco y en la luz blanca. Como ilustra Jorge Luis Borges en relación a la literatura y el Universo en su Biblioteca de Babel (2016), también una única imagen-forma que surge de una luz totalmente blanca del sol; o un solo sonido en unísono surgiendo frente a un ruido blanco del mar, potencialmente contendría todas las posibilidades de la música y del cine, “oscilando entre organización y entropía, orden y caos” (Wisnik, 1999, p. 27). Imagen surgida del blanco total, como la familia de la película Vidas Secas (Pereira dos Santos, 1963), proveniente de un lugar que es blanco-puro-solar, luz pura, pura indiferenciación, en su loop sin fin, buscando un lugar para seguir sobreviviendo -nunca viviendo-, e yendo para parte alguna: retorno al blanco indiferenciado. Toda la historia de la película transcurre como un simple intermezzo (Avellar, 2005), una breve suspensión: un mero intento fallido de orden, entre uno y otro caos-blanco-total.
El ruido en la música y en la película -el fallo, la interrupción, el barullo, el trémulo de la cámara, la inestabilidad, la torsión, el desenfoque, la luz que quema la exposición, luz y sombras profundas- no se opone a la naturaleza, sino que es parte de un continuum que cada cultura administrará, definiendo los márgenes de esta separación inaugural, entre sonido-imagen y ruido. Ruido como sonidos/luces que interfieren; como desencuadres de la cámara, desenfoques, temblores; como enfoques en detalles aparentemente desconectados; como montajes rizomáticos, que nos desorganizan, que disuelven el mensaje; lenguaje y códigos en descristalización, desprendimiento, provocando nuevos lenguajes, nuevas creaciones, forzando nuevas miradas y escuchas. Así, el ruido funciona como un rizoma, constituyendo una materia prima fundamental para el acto de creación, de transformación, de destrucción o de resistencia, siendo siempre un concepto extensible y retráctil, negociado en cada cultura y época. Un ruido cualquiera que se repita abre un horizonte de expectativa. Del mismo modo, un solo sonido sostenido en unísono por un grupo humano, una sola imagen o escena sostenida por un pueblo que resiste (Deleuze, 2003), poseen “el poder mágico de evocar un fundamento cósmico: se insemina colectivamente, en medio de los ruidos del mundo, un principio ordenador” (Wisnik, 1999, p. 33).
MusiCine-Modal
“Cantará una guitarra hechicera
Que siempre me habla de amores
Que solo me hacen sentir más vivo.
Cantará una corriente que en el río va,
Siempre susurra y me habla de amor,
Que hace morir y renacer”.
(Morir y Renacer, Natalia Lafourcade, 2012)
“Aquí cerca pasa un río; ahora vi un lagarto;
Morir debe ser tan frío como en la hora del parto
El mejor lugar del mundo es aquí y ahora”.[6]
(Aqui e agora, Gilberto Gil, 1977)
En el mundo de la música modal -ya sean tradiciones orientales, de la griega antigua, gregoriana, balinés; de los pueblos originarios de Europa, América, África y Oceanía; de la música tradicional del noreste de Brasil, del candomblé y de los chamanismos panamericanos y globales- la música se vive como una experiencia del sagrado, lucha cósmica y humana entre sonido y ruido, entre sagrado y profano (Deleuze, 2003), como rito sacrificial (Wisnik, 1999). La música sacrifica el ruido, como un chivo expiatorio, convirtiendo el ruido mortífero y destruidor en un pulso armónico y ordenado. El sonido trata sobre la vida y la muerte, el orden y el caos: flautas de huesos, cuerdas de intestinos, tambores de piel, trompas de cuernos, son unos sangrientos testigos de la vida y la muerte. Del animal muerto nacen los instrumentos musicales. Del ruido que muere, nace el sonido, la música. La violencia sacrificial produce un orden simbólico, que la sublima, rompiendo el continuum de la naturaleza, cortando lo que es uno. El tiempo producido es circular, una experiencia de tiempo virtual, de no-tiempo (Weik, 2017); o una producción comunal del tiempo, como la poderosa experiencia de communitas que surge de la liminalidad[7] en los ritos de pasaje (Turner, 2004). Como en los ritornelos, cada repetición es continuamente diferente, cada diferencia es continuamente repetida (Deleuze y Guattari, 1995, 1997; Wisnik, 1999). No hay temas individuales, solo la virtualidad de la dinámica colectiva de los modos -la selección cultural de alturas, timbres, duraciones e intensidades de sonido- donde cada nota o célula rítmica puede ser la tónica, la referencia, el movimiento, el impulso o el reposo, el aire o la tierra. La música modal es como un mandala espacio-temporal, una condensación de principios mítico-universales que si infunden sobre música y oyente.
Modal, como los innumerables sacrificios y órdenes vitales de la película Walkabout (Roeg, 1971): ya sea el suicidio del padre de los dos hermanos o incluso del propio aborigen en busca de redención; ya sea la reducción o anulación de los pares aparentemente opuestos humano/animal, vida/muerte, cultura/naturaleza, en toda la organicidad y visceralidad de las escenas y encuadres. Con los personajes, realizamos nuestro propio rito de pasaje (Turner, 2004), de profunda conexión con el entorno y con el “otro”. ¿Y quién es el "otro", además de nosotros mismos? La banda sonora resuena con la ciclicidad modal, ya sea en los sonidos sacrificiales del didgeridoo, o en el tema de John Barry, que, a pesar de ser armónicamente tonal, se compone como si nunca comenzara o nunca tuviese que terminar, apoyado por los acordes cíclicos de las teclas. Su repetición continua se producirá virtualmente, en el tiempo mágico de la música y del mito (Weik, 2017), en ritornelos que continuarán incluso después del final de la película, reflejando toda la fluidez nostálgica y etérica de las imágenes, que se derraman sobre nuestro propio ser y entorno. La nostalgia se reactiva profundamente en la escena final, mientras seguimos con perplejidad una forma de recuerdo del personaje, que en realidad nunca sucedió en la narración, que solo ocurrió en su imaginación, pero que nos arrebata en forma de extraño profundo, ancestral, por ese mundo que, de tan natural, “salvaje” y sacrificial, aunque nunca hemos experimentado conscientemente algo similar en nuestra vida, es tan propio a nosotros.
Finalmente, queda por decir que la película resuena con toda la problemática de la colonialidad[8] latinoamericana y global, ya que los aborígenes australianos, nativos americanos, afroamericanos y todas las personas que se reconocen étnica y epistemológicamente mestizas, comparten un pasado y un presente común, de exterminio, exclusión, invisibilidad y blanqueamiento epistémico y cultural. Escenas aparentemente desconectadas de la narrativa principal conllevan profundas críticas a las sociabilidades occidentales. Por ejemplo, cómo Roeg expone la enfermiza sexualidad “blanca” en la escena de los meteorólogos, frente a la sexualidad espontánea y visceral entre las dos protagonistas adolescentes, además de todo el choque cultural occidental y aborigen, con sus proyectos de naturaleza y sociedad tan distintos (recordemos que la devastación a escala industrial es el detonante para que el aborígen inicie un proceso de cura y redención para el mismo y para la Tierra, ya sea mediante el ritual de apareamiento y, con la negativa de la adolescente, mediante el suicidio). Esta es una de esas películas que, como diría Dewey (1950), hace que su representación por escrito sea extremadamente parcial, incompleta, reduccionista. Es una película que más bien derrocha sensorialidades puras, una comunicación profunda sin palabras, comprensiones más instintivas e intuitivas que racionales. Como los ciclos modales, una parte de nosotros también muere y renace con el viaje de los Three of us (Nosotros tres) no por casualidad el título de otro tema musical de Barry, que se abre con voces de coro también infantiles (invocando la redención y la pureza), para luego volver al tema principal: ciclo que apunta a la eternidad.
Modal como la armonía y melodía de Jorge Drexler en Al otro lado del río, banda sonora de los créditos de Diários de Motocicleta (Salles, 2004). La experiencia de la música al final de la película nos lleva de regreso, como si arrebatados, al “otro lado del río”, en la colonia de leprosos de San Pablo, Iquitos, Perú, para estar con ellos, abrazarlos y ser abrazados -tacto como desobediencia estructural, conexión, desprendimiento decolonial- para sonreír, danzar y unir fuerzas colectivas. Arrebatados, ya sea remando o nadando, como Ernesto cruzando el río envuelto en oscuridad. Por resonancia, con la música también somos arrebatados para estar, pelear o simplemente callar, con los mineros chilenos expropiados; o con los indígenas, apátridas y extranjeros de sus propios países, de sus Naciones borradas por los Estados modernos latinoamericanos -que nunca han pasado por un proceso de democratización racial, étnica, social, de control del trabajo, de los recursos productivos, como sucedió con los países que engendraron el proyecto de la modernidad, también a partir de la acumulación original posibilitada por la colonización y que dio origen al capitalismo y al Estado moderno (Quijano, 2019; Oporto y Quiroga, 2016). Retornamos también a Machu Picchu, para llorar a todos los que se fueron, víctimas de saqueos y genocidios; para rendirles homenaje y oraciones, y para armarnos con su poder comunitario, epistemología y cosmovisión. Reunir fuerzas y seguir remando, como nos insta Drexler en su canto modal cíclico; seguir juntando los pedazos de las naciones, pueblos, etnias, engullidos por la modernidad-colonialidad en la gestación de las Américas, en sus principios homogeneizadores y con sus desiguales distribuciones del poder; con sus genocidios, epistemicidios[9] (Sousa Santos, 2011), perceptcidios[10] (Taylor, 2016) e ecocidios[11] persistentes. Modal, en este ciclo que parece no tener fin, por la búsqueda de la justicia: social, económica, cognitiva, cultural, ambiental, ecológica (Shifres y Rosabal-Coto, 2017; Batista, 2018).
Así, la luz, esa materia prima del cine, de la vida y de todos los actos de creación, que “creemos haber visto al otro lado del río”, como dice la letra, es tanto la luz que vemos como la que nos ve; cuando quien llega, quien se queda y quien se va es la misma persona: somos todos nosotros. Una vez más insto: ¿Quiénes son esos otros, sino nosotros? Y el ciclo modal de la melodía y armonía -la estrofa que abre y cierra la canción como para inclinarse hacia la eternidad; la armonía que sostiene y la melodía que repite “rema, rema, rema”, sin centro tonal, sin una nota de reposo, sin principio ni fin, rizoma habitando el medio- es nuestra propia lucha como latinoamericanos: es nuestro dolor y nuestro placer, nuestro pesar y nuestra alegría, nuestro sacrificio de vida y muerte, entre reconocernos y crearnos, es decir, generarnos como pueblo, como pueblo que resiste, como acto de resistencia. Deleuze nos recordará que “todo acto de resistencia no es una obra de arte, aunque de alguna manera lo sea; toda obra de arte no es un acto de resistencia y, sin embargo, de alguna manera lo es”. Es el pueblo lo que falta: “no hay obra de arte que no haya llamado a un pueblo que no existe todavía” (Deleuze, 2003, p. 5). La secuencia de Ernesto cruzando el río nadando sintetiza esta escucha-mirada: leprosos que lo sacan del agua; niebla que se abre y se cierra; encuentros y despedidas, entre aplausos que se convierten en melodías andinas cortadas por el silencio: ¿habrá silenciamiento más ruidoso que este?
Modal, cíclica, sacrificial, como Vapor Barato, cantada por Gal Costa como banda sonora (y diegéticamiente por la personaje Alex durante la narrativa) para la escena final de Terra Estrangeira (Salles y Thomas, 1996), un largometraje cuyos personajes Alex y Paco sueñan en pertenecer a una tierra, sin saber cuál, sin tener cuál, sin encontrarla nunca. Personajes que salen de Brasil y van a Portugal para intentar encontrarse a sí mismos, sin saber que, como dice el personaje portugués Pedro, aquél es el “lugar ideal para perder a alguien o para perderse a uno mismo”. Y nos dice con insistencia la letra, “voy a tomar ese viejo barco[12]”, al cierre de la película -y el momento en que una película cierra es el momento en que abrimos un nuevo mundo-, mientras la armonía rueda modalmente, y los giros nos transportan de regreso para la escena del barco varado en la arena, no sólo símbolo de un “viejo mundo” estagnado y opresivo para el inmigrante, sino de la propia existencia de los personajes como mera supervivencia, sin raíces ni identidad. Mientras escuchamos a Gal, Alex cruza la frontera hacia España, dejando atrás el cuerpo sacrificial de Paco. Sacrificio, muerte interior de cada agente[13], que nace de la claridad de que en realidad vivimos en tierras extranjeras, o que siempre nos sentiremos extranjeros, en nuestros propios países latinoamericanos, en busca de alguna sensación -¡cualquier sensación! -, de pertenencia: posibilidad de renacimiento.
Posibilidad que se convierte en efectivización del renacimiento, como los cantos diegéticos del corto Quebramar (“Rompeolas”, Carla Lyra, 2019). La escena de la actividad compositiva colectiva de las cuatro actrices-personajes lesbianas (actrices que interpretan, de manera conmovedora y delicada, a sí mismas) que renacen en un niño de aceptación, exuda cura, belleza y poesía en imágenes-sonidos. No solo la canción en sí es un acto de resistencia, sino toda la valentía, la dulzura, toda la poesía de lágrimas, caricias, abrazos y el monte de cuerpos-enteros-libres en la playa. No es posible estar de cuerpo entero con el alma rota. Cuerpos enteros, pues están experimentando el abismo regenerador de la communitas, de la comunidad total e indiferenciada (Turner, 2004) y estar entero es su dulce consecuencia. Por eso la curación aquí también es total, y también nos sentimos un poco más sanados; también nos levantamos con este llamado a un nuevo pueblo (Deleuze, 2003). Y si “cada vez que se describe la génesis del mundo con la precisión deseada, un elemento acústico interviene en el momento decisivo de la acción” (Marius Schneider apud Wisnik, p. 37), la canción aparece en el momento en que un nuevo mundo se levanta -rito de pasaje también simbolizado por el Año Nuevo, telón de fondo de la historia. Y cantan, con modos utilizados en el Candomblé, en los Chamanismos, en la música del Nordeste brasileño: “Ella viene del mar, ella viene del dolor, la resistencia es una mujer, mi flor. Rompeolas, rompe la marea. Rompe la marea, mujer…[14]”. Sanación y resistencia colectiva, rompiendo las incesantes y profundas mareas del yugo patriarcal, de la colonialidad del ser (Quijano, 2019). Dolor sacrificial, muertes y renacimientos simbólicos: cine-música modal.
Modal, Tonal, Atonal: Resonancias Cinematográficas
Nosotros caemos en el flujo del tiempo
Entonces nos despertamos de un sueño
Pero en un abrir y cerrar de ojos, vuelve la noche.
El futuro comienza en algún lugar, en algún momento
No esperaré mucho tiempo”[15] (Irgendwie, Irgendwo, Irgendwann, Nena, 1985)
“Aquí, donde el color es claro; ahora, que todo está oscuro
Vivir en Guadalajara, dentro de un higo maduro.
Aquí, muy lejo, en Nueva Delhi; ahora siete, ocho o nueve
Sentir es cuestión de piel, amor es todo lo que mueve
El mejor lugar del mundo es aquí y ahora”.[16] (Aqui e agora, Gilberto Gil, 1977)
La música modal dio paso a la tonal regionalmente, en la transición de la Europa feudal a la capitalista. El tonalismo primero ajustó el mantenimiento del pulso y del ritmo más fluido del modalismo gregoriano, mientras producía una tónica modulante, ahora afirmada por una tensión, un impulso, un conflicto, generalmente un intervalo de tritono o un semitono disonante que pide la resolución consonante, el reposo, la relajación. Inicialmente, la resolución es obligatoria: el mundo burgués escenifica “la admisión del conflicto con la condición de que se resuelva armónicamente” (Wisnik, 1999, p. 43). Con la invención artificial del temperamento de J.S. Bach -consolidada a partir de los preludios y fugas del Clave bien temperado (1722, 1744), dividiendo la octava en doce semitonos de igual proporción-, la modulación de la tónica alcanzaba toda la gama cromática de los doce semitonos. Así, la génesis del tonalismo ya contenía la semilla de su propia destrucción.
A medida que avanzan las décadas, la tensión, el impulso, el conflicto, se repone continuamente y ahora se puede resolver, reposar, o hasta dejar sin resolver; o incluso reposar en tónicas distantes. La música entonces se basa en motivos, y su frase tiene pequeñas catapultas melódicas, rítmicas y armónicas que la proyectan hacia adelante, como si estuviera contando una historia. Así, al escenificar un drama, los personajes son los motivos o temas en conflicto, conflictos que siempre se renuevan, que siempre tendieron a resolverse, al menos al final de las obras -metáfora de un mundo ahora controlable, por la entonces lógica cartesiana de la modernidad y de la retórica de la colonialidad. En esta época, la modernidad-colonialidad ya había adquirido su estatus de sistema-mundo (Shifres y Rosabal-Coto, 2017), globalizando toda la narratividad de la historia contada por conflictos, promesas de resoluciones o resoluciones dejadas en el aire, todo el drama de la invención del Occidente, impuesto violentamente como patrón de poder hecho universal (Quijano, 2019). Ya a principios del siglo XX, las resoluciones tonales se volvieron cada vez más torcidas, desfasadas, dejando entrar cada vez más lo que los siglos anteriores habían escuchado como ruido: el colapso histórico inherente al tonalismo dejó escombros, promesas y semillas. Produjó el impresionismo musical, dodecafonismo, serialismo, música electrónica, música de masas sonoras, rock, minimalismo y fenómenos pop, coincidiendo con el abrir y cerrar colapsantes de las dos grandes guerras -máximo ruido seguido por máximo silencio, sintetizado en los bombardeos nucleares de Hiroshima y Nagasaki; ruido y silencio expresados magistralmente por Kurosawa en Rapsodia en agosto (1991) como tormenta y canto de coro de niños, como exterminio y desolación sublimada- coincidiendo también con la génesis y el fin de las subjetividades modernas, y la irrupción o revelación de las subjetividades posmodernas (Hall, 2006), ciberculturales (Sibilia, 2012), transmodernas (Dussel, 2016).
En este camino, el modalismo -ya sea absorbido en el tonalismo o como resistencia en culturas donde la modernidad-colonialidad no se hizo una, sino múltiple- persistió. La industria cultural inaugurada, basada en la lógica de la repetición (Benjamin, 1989), también produjo el minimalismo, con claras conexiones con la ciclicidad modal; además de infinitas canciones basadas en la repetición de fórmulas tonales, pastiches de pastiches, fórmulas de fácil consumo y reposición. Produjo y profundizó nuevos y poderosos encuentros entre África, Asia, Oceanía, América y Europa, entre ciclos modales, dramas tonales y ruidos desviantes: jazz, blues, samba, choro, cumbia, country, forró, reggae, tango, entre muchos otros géneros-encuentros. También produjo el rock y la guitarra eléctrica, el “arpa farpada” de Jimmy Hendrix (algunos de los ritornelos que giraron con Kurosawa en Rapsodia en Agosto también giraron con Hendrix cuando, en el Festival de Woodstock, también en el agosto de la bomba atómica, pero en 1969, 24 años después -festival que no fue solo un evento, sino un marco, un pliegue cultural irrepetible en los mismos moldes- tocó el himno de Estados Unidos en la guitarra, con un timbre distorsionado y saturado, alternando con simulaciones de bombas y gritos, hecho usando alavancas y pedal wah-wah).
Esta breve exposición no solo narra parte de la historia de la música europea convertida en occidental, convertida en sistema-mundo, sino también la del cine, naciente y creciente en estos momentos de transición del tonalismo. En estos términos, el cine llamado “clásico”, centrado en la narrativa, el drama y los personajes, su cadena de conflictos, resueltos o sostenidos, puede considerarse un cine tonal. El llamado cine “moderno”, el cine de “vanguardia” o incluso el llamado cine “arte”[17], representaría el colapso del tonalismo, con la inauguración de los sistemas atonales: ruidos, verticalismos, que se imbuyen de musicalidad-imagen, de presencia.
Curiosamente, los mismos defensores del cine-arte analizan el cine hollywoodiano como una especie de aberración, carente incluso de categorización en sus sistemas de análisis, tratado como pura expresión del dispositivo espectacular. Tales análisis ignoran que el espectáculo y el arte en los moldes occidentocentrados[18] funcionan como dos caras de la misma moneda, una a través de la saturación y de la atención difusa (compartida también con las subjetividades posmodernas y ciberculturales), y la otra a través de la detención, suspensión, contemplación y atención concentrada (subjetividad de raíz moderna, romántica, racional, cartesiana, de forma dominante, pero que también resuenan las transmodernas, amerindias, budistas, yoguis, chamánicas, etc., de forma recesiva), pero que, si buscan de alguna manera satisfacer o romper los impulsos corpo-audio-escópicos, se buscan quizás cambiar los contenidos del binomio control x libertad, espectáculo x resistencia, no suelen cuestionar ni cambiar los términos de estos diálogos desiguales de poder (Mignolo, 2010). Quedan todavía atrapados en una historia lineal, donde las rupturas de la posmodernidad se erigen en los mismos términos que engendró la modernidad-colonialidad, siendo su continuación. Tales estudios ignoran las producciones y subjetividades que andan por fuera de este dictado, e incluso que lo preceden, lo que Dussel (20) llama transmodernidad. Es decir, la mayoría continúa sin tener en cuenta a los pueblos, etnias, naciones y minorías que quedaron y quedan, como resistencias encarnadas, fuera de esta dualidad lineal. De esta manera, el contacto con lo no occidental fundó, sedimentó y globalizó lo occidental como centro, como opuesto a lo “primitivo”, lo “auténtico”, a la cultura purista. La inclinación secular de las artes a la vanguardia, que valora la originalidad, lo transgresor y lo nuevo, también gestionó y sigue generando la diferencia colonial, es decir, “lo no occidental es la materia prima a trabajar y transformar en ‘original’ por el Occidente” (Taylor, 2016, p. 10). El énfasis vanguardista en la originalidad y lo efímero no solo esconde múltiples y ricas tradiciones de prácticas performáticas transmodernas, sino también una colonialidad robusta y persistente, entre silenciamientos, encubrimientos, exclusiones, olvidos y falsos descubrimientos.
Es sintomático, a pesar de tales divergencias entre el cine moderno y el clásico, o entre el arte y el cine hollywoodiano, que la Historia (con H mayúscula y en singular) se siga contando predominantemente bajo el punto de vista europeo-estadounidense, con la insistencia en el mito de la linealidad evolutiva, de matriz moderno-colonial, que niega la simultaneidad y que aún persiste en los binomios de la civilización y barbarie, o moderno y primitivo. Niega que estos sistemas supuestamente horizontales y verticales son en realidad transversales, rizomáticos (Deleuze y Guattari, 1995, 1997), conviviendo entre sí; que, como el tonalismo, cada uno encarna en sí su propia génesis y la potencia de su extinción o transformación; que lo modal encarna lo tonal, que encarna lo atonal, que reencarna las repeticiones modales cíclicas y los conflictos tonales, con sus resoluciones o no resoluciones; encarnan el drama narrativo horizontal y la verticalidad presencial, el sonido-imagen historia y el sonido-imagen presencia, con todas las posibilidades de transversales rizomáticas entre ellos.
En este sentido, algunos autores, imbuidos de la nostalgia de matriz moderna-colonial, luchan por intentar afirmar y reafirmar lo que aún sostendría al cine como arte en sí mismo -cuando el “sí mismo” ya no existe ni nunca existió, como si cada arte no resonara con otro, como si cada arte no hubiera sido siempre audio-táctil-visual (Mitchell, 2005), tan humano y natural. Como si las narrativas maestras de las teorías estéticas tradicionales no se hubieran agotado (Danto, 2006), incapaces de explicar la ampliación infinita (que, en estos términos, significa lo mismo que la autodestrucción) de las artes y sus contenidos potenciales en el universo de lo mass media[19]. Como si en cada ritornelo, en cada motor de tiempos (Ferraz, 2010, p. 72), no hubiera otros ritornelos infinitos, contaminados, contaminantes. Entonces lo que tenemos hoy, o lo que siempre hemos tenido, y que la cibercultura y la transmodernidad han enfatizado e ilustrado con mayor claridad, son los deslizamientos entre sistemas, la convivencia[20], la convergencia, el énfasis de uno o algunos de ellos -énfasis que siempre son transitorios, siempre creando resistencias, semillas, promesas, rupturas, inversiones, citas, preparaciones, conflictos, resoluciones. Dispositivos espectaculares, comerciales, clásicos, modernos, horizontales, verticales, tonales, modales, atonales, en transversales y ritornelos veloces: como todo cine, generado por cada una de estas múltiples fuerzas y dispositivos. Cine que a su vez es también la génesis de la continuidad de estas fuerzas en nuevos, fascinantes e insospechados ritornelos, engendrando incluso potencias rizomáticas en las sociedades ciberculturales (ya que el cinematográfico y el televisivo son los dispositivos fundadores de la cibercultura).
En la sección anterior se describieron algunas características y ejemplos de un posible cine modal. Ahora me gustaría discutir brevemente cómo los diferentes sistemas se deslizan, se acercan y se alejan entre sí, ya sea el modal (ciclos de muerte y renacimiento), tonal (narración dramática) y, a falta de un término mejor, el atonal (erupción generalizada de ruido, tornado cadencia y consonancia perfecta), utilizando intencionalmente algunos de los mismos ejemplos y otros más.
Para Rocha (1976), en una lectura lévi-straussiana, las leyes del mito y de la música son las leyes mismas del espíritu: “no son los humanos quienes crean y piensan sus mitos, sino que los mitos se piensan en los humanos y sin que ellos lo sepan, teniendo un pensamiento propio, actuante” (Rocha, 1976, p. 21). Al contrario de lo que pretende narrar la historia lineal de la modernidad-colonialidad, el mito no murió en la religión para renacer como arte, como música. Él permanece en forma de religiones, religares, espiritualidades, cosmovisiones, conocimientos y diversas epistemologías de los pueblos del mundo - incluso sigue fundacional, estructural y actuante en “Occidente”, pero travestido en ideología en su cosmovisión occidento-céntrica (Colombres, 2005). Y se sumerge en todas las actividades creativas humanas, incluidas las artes. En el tonalismo, la música toma una dirección mítica, mientras que el mito toma una dirección sonora (Wisnik, 1999). Uno de los mitos tonales más particulares es la forma fuga, musicalmente desarrollada en la propia afirmación del temperamento y del tonalismo: un tema, un principio, una fuerza, un “grupo a” que persigue un “grupo b”, en aproximaciones y distanciamientos, en posibilidades de fases y desfases, hasta que se produce la conjunción total de los dos principios: cuando los conflictos entre los poderes de arriba y de abajo, cielo y tierra, luz y oscuridad, conocido y desconocido, sagrado y profano, se colocan finalmente en simultaneidad y se supera su dualidad, y por tanto ya no hay más pelea. “La música vive en mí y me escucho a través de ella; en el mito o la música, los oyentes son los silenciosos intérpretes” (Rocha, 1976, p. 25). Así, la música, como el cine, no inventó sus formas y fórmulas, buscando inspiración en estructuras y narrativas en los mitos del tiempo (Bhabha, 1990; Colombres, 2005).
Un mito fugal, en variaciones desfasadas, imitaciones en permanente desarrollo, sucesivo que remite a lo simultáneo; diacrónico que remite a lo sincrónico: Memorias de Marnie (Yonebayashi, 2014), animación de Studio Ghibli, es un ejemplo de una tocante película-fuga. Las intensas y emocionales fases y desfases entre la protagonista Anna y su amiga Marnie solo se resolverán en las escenas finales, con una profunda delicadeza y belleza, haciéndonos ver, profundamente conmovidos, los principios de la ancestralidad, del respeto por las energías que nos generaron y que nos mantiene en el flujo de la existencia; respeto por el pasado que siempre habitará el presente. Las producciones de Studio Ghibli en general expresan delicadeza, amabilidad, ritos de pasaje, dilución de los binomios naturaleza/humanidad, naturaleza/cultura, realidad/fantasía, además de traer un empoderamiento femenino tan necesario para estos tiempos. Finalmente, demuestran un profundo equilibrio entre los tres sistemas: el cine siempre modal en esencia -sin principio ni fin, puros ritos de pasaje- pero con energías tonales y atonales para contar y desviar narrativas, las cuales funcionan como pretexto para un significado más profundo, a menudo experimentado por el agente como levedad y conexión profunda con uno mismo y con el entorno.
Si en Memorias de Marnie el modalismo se convierte en un tonalismo fugal para narrar las estructuras míticas sobre la vida y la muerte, en Walkabout y Quebramar el no llega a lograr tal transformación. Walkabout, a pesar de las características esencialmente modales analizadas en el apartado anterior, también encarna una fuga tonal: la adolescente y el aborigen están siempre en desfases, pero siempre vislumbran la tensión de una posible aproximación, una necesidad que siempre se posterga o se evita. La entrada en fase sólo se producirá en las escenas finales ya descritas, en la memoria-imaginación de la adolescente, ahora mujer aparentemente casada, muchos años después de haber regresado del outback australiano. Incluso después de la reincorporación a su vida estructural -tercera y última fase del rito de pasaje, compuesto antes por separación y liminalidad-, ella fue transformada irremediablemente y atemporalmente por la liminalidad vivida en el desierto, expresada en forma de añoranza por la communitas vivida con su hermano, el aborigen y lo entorno. Quebramar también ensaya una fuga: el de la autoaceptación, curación, redención. Así, en estas películas, el tonalismo narrativo y el atonalismo ruidoso sólo permiten situar la narrativa entre dos momentos, cuyo encadenamiento cíclico bien podría extenderse hasta el infinito. Y de hecho se extienden, virtualmente, en el sonido-imagen postproyección, en la película que tomaremos, activaremos y reactivaremos, particularmente, en nuestro interior, en nuestros ritornelos personales y colectivos. Diários de Motocicleta, a su vez, es una completa narración tonal de una parte de la vida de los personajes, el viaje por América Latina, pero brillantemente impregnado de ritos modales y sustentaciones atonales. Atonales, como los rostros - de campesinos, mineros, indígenas, leprosos, del pueblo en fin, símbolos de toda marginación. Estos rostros, marcados por profundas vacuolas de silencio y soledad, vacíos imponderables, exclusiones, sufrimientos, son el ruido de la fuerza, la necesidad y la esperanza que resuenan en los ritornelos posteriores a la película. Y si para Deleuze es necesario “hacer las paces con el silencio” (Deleuze, 1988), es en el silencio de los rostros donde buscamos nuestra reconciliación, nuestra redención.
Rostros marginados y silenciados, como los de Paco y Alex, de Terra Estrangeira, o de Cordobés y Sandra, de Pizza, birra y faso (Stagnaro y Caetano, 1998). Dos escenas, dos paralelos, ilustran el proceso de marginación como ruidos, sonidos y silencios: Alex huyendo de Portugal a España, en el auto, dejando atrás el cuerpo de Paco, al son de Vapor Barato; Sandra huyendo de Argentina a Uruguay, en el ferry, al son de los sonidos del puerto y de la radio policial anunciando el encuentro del cuerpo del Cordobés, también dejado atrás, antes de que entren los créditos con la enérgica cumbia modal La última birra (original del grupo Renegados). Inicialmente, la cumbia sonará como ruido ante el luto reciente; luego como un sonido extrañamente irónico; finalmente como aceptación y nostalgia. La entrada de la cumbia impide cualquier apelación emocional que pueda persistir, cualquier vacío de silencio que quiera sostenerse. Se cierra el ciclo de lo que parece ser uno de los eternos retornos latinoamericanos: desigualdad económica devoradora e implacable; la marginalidad criminal como una forma de resistencia equivocada o desviada, pero todavía un intento de resistir; latinoamericanos como víctimas y verdugos de la colonialidad-modernidad, sin lograr trascender toda la desigual distribución de poder y de recursos que nos devasta.
Si los rostros como marcados ruidos atonales son el ruidoso silencio de la espera en Diários de Motocicleta, ya en Hamaca Paraguaya (Encina, 2006) prácticamente no vemos los rostros de la pareja campesina, los personajes Cándida y Ramón. Están siempre en la distancia, como recuerdos, silencios y dolores profundos, buscando sus disoluciones, pero sin alcanzarlas jamás. Por el contrario, los caminos tortuosos de la nostalgia y de la memoria como tejidos incesantes (Russo, 2017) -un hijo que no regresa de la Guerra del Chaco; la angustiosa espera ante la incertidumbre de su vida o muerte- funcionan como la pausa y suspensión más ruidosa: aquí es el silencio abismal que se escucha como ruido atonal intenso.
La narrativa de Paz Encina transcurre en un solo día -el día en que terminaría la espera por el hijo, lamentablemente con la llegada y confirmación de la trágica noticia-, pero otra espera cinematográfica durará más de tres décadas: es la espera epopéyica de la pareja Liyun y Yaojun, personajes de So long, my son ( Xiaoshuai, 2019). No espera por el hijo, ya que su muerte es segura y es el detonante de la narrativa; espera sí por la interrupción del propio proceso de esperar: “el tiempo se ha detenido para nosotros hace mucho tiempo. Ahora solo estamos esperando envejecer”, como nos dice Yaojun en un momento. Más que un trasfondo, la revolución cultural china, con su urbanidad y subjetividades cambiantes, funciona más bien como un personaje -como el personaje-Desierto en Walkabout-, como interlocutor central, haciendo resonar nuestras propias revoluciones “modernizadoras” latinoamericanas, cuando recuerdos y ruinas dan paso a saturaciones espectaculares. Una especie de redención, una reconciliación existencial, llega solo al final, pero sin grandes arrebatos emocionales. La belleza y el dolor son los signos claros y profundos de un cine modal, cuyos ciclos son las danzas del sacrificio y del renacimiento, vivificadas magistralmente por Xiaoshuai.
Pequeña Coda
“Aquí, donde indefinido; ahora, que es casi cuando;
Cuando ser leve o pesado deja de hacer sentido
El mejor lugar del mundo es aquí y ahora.”[21] (Aqui e agora, Gilberto Gil, 1977)
Si en el cine-música modal la narración existe como expresión o pretexto de la ciclicidad de la muerte y el renacimiento, en el cine-música tonal ella adquiere fuerza dramática, como si se colocara un microscopio sobre los micro-conflictos-resoluciones de la ciclicidad, ampliándolos con el propósito de crear poderosas fuerzas emocionales y míticas a través de su resolución, mantenimiento o reequilibrio. Permeando todos estos procesos, los ruidos atonales serán negociados musical o cinematográficamente, siempre expandibles o retraídos, para afirmar o romper tales conflictos y resoluciones, produciendo desequilibrios y reequilibrios. Así, el tonalismo enfatiza el aspecto inventivo y aparentemente continuo, lineal, como sugiere Caetano en Oração ao Tempo, de un tiempo que, sin embargo, es esencialmente modal, cíclico, kairótico -como el “frío del momento de la muerte y del parto”, descrito por Gil en Aqui e Agora. En este proceso de tonalización, “caemos en el flujo del tiempo”, como lo expresa Nena en Irgendwie, Irgendwo, Irgendwann, despertando del sueño modal. Los microdetalles de los ritornelos y ciclos ahora se imponen, en un movimiento de cronos, simultaneidades puestas en desfases, encarnando mitos lineales y fugales. Mientras contemplamos, eliminamos o enfatizamos los ruidos de la “noche que vuelve”, anhelamos la construcción de un futuro común, de un pueblo, y nos dirigimos hacia él, sin querer “esperar demasiado”. En este recorrido, nos damos cuenta de que seguir es también regresar. ligarse es también desprenderse. De esta manera, volvemos a percibir los macrodetalles de ritornelos y ciclos, que ya no son la linealidad de lo moderno/posmoderno, sino las simultaneidades de la transmodernidad, donde antes, durante y después se cierran y retoman giros sin fin, en el aquí y ahora, de modo que todos los ritornelos giran en el momento presente. De hecho, los tonalismos y atonalismos están y siempre estarán al servicio de ciclos modales más amplios, así como las artes y ciencias están a servicio de los mitos de los tiempos, sepamos o no (Colombres, 2005), de los ciclos naturales de muerte y renacimiento simbólicos, de los ciclos de la naturaleza; de conexión profunda con uno mismo, con los demás y con el entorno: tres caras de un mismo ser-en-el-mundo-con-otros. Darse cuenta de estas fuerzas, enfatizar y experimentar tales procesos, puede ser una experiencia poderosa, liberadora y fluida de construir y deconstruir existencias, proyectos de sociedad.
Da Capo al Fine: Por un Pensamiento Decolonial Fronterizo
Aquí, fuera de peligro; ahora en unos instantes
después de todo lo que digo, si bien mucho antes
El mejor lugar del mundo es aquí y ahora”.[22]
(Aqui e agora, Gilberto Gil, 1977)
En este trabajo, elegí tratar la decolonialidad y las producciones latinoamericanas como parte de un flujo más amplio, parte de un diálogo transcultural con producciones de otras partes del mundo, buscando diluir las categorías coloniales de arte. Estas se centran fundamentalmente en el binomio superior/inferior, que no es más que un juicio de valor superficial, nacido localmente dentro de una cultura supremacista, pero que se hizo poderoso y supuestamente universal gracias a dispositivos seculares institucionalizados y globalizados: universidades, academias, escuelas, familias, artes, artistas, públicos, políticas, ciencias y espectáculos, inscritos en el metadispositivo de la modernidad-colonialidad.
Para ello, utilicé intencionalmente categorías de análisis caras al historicismo monolineal de la música Occidento-céntrica, modal - tonal - atonal (además de las pequeñas licencias en lo título de esta y de la sección anterior), pero desde una perspectiva decolonial transmoderna, que las subvierte al mirar-escuchar el simultáneo y el fronterizo de estas fuerzas. Así, enfaticé la fuerza modal -en sus aspectos cíclicos de muerte y renacimiento simbólicos- como impulsora central de la música en diferentes culturas del mundo, pero que siempre han llevado dentro de sí el enfoque mítico de la narrativa (tonalismo) y la disruptividad del ruido (atonalismo). Es decir, el supuesto arco en el que la música erudita occidental pasó del modalismo al atonalismo y que buscó utilizar como referencia universal para analizar todas las culturas musicales del planeta, es abordado aquí como un arco ensimismado, basado en el pensamiento del arte por el arte, desconectado del pueblo y de la naturaleza. En resumen: nunca ha habido ni habrá música que no sea modal, en el sentido amplio en el que concibo el término en este trabajo. Sí, hay lupas y microscopios colocados sobre la narrativa y sobre el ruido. Y hay el intento (fallido o en quiebre) de Occidente, con su música y su cine, de gestarse y anunciarse desde un supuesto punto cero universal (Castro-Gómez, 2005). Pero los mundos modales siempre serán donde todo comienza y donde todo regresa.[23] En este sentido, las narrativas tonales y los ruidos atonales son herramientas al servicio del modalismo. Son sus súbditos, nunca al revés.
A pesar de esto, traté de privilegiar los espacios de diálogo, buscando una cierta igualdad de condiciones entre las distintas producciones analizadas. Más importante que contar la historia de las ausencias, solo enfatizando las producciones, epistemologías y cosmologías del Sur que fueron exterminadas, invisibilizadas o inferiorizadas, es contar la historia de las emergencias (Sousa Santos, 2021), es decir, lo que está emergiendo y lo que urge emerger en el planeta como proyectos de sociedad más equitativos, que valoren la gentileza, el respeto, la felicidad, la cooperación, la equidad y la sostenibilidad de los pueblos, etnias y ecosistemas globales. Con esta intención, creo que debemos emerger de profundos diálogos, intercambios, aprendizajes, enseñanzas, entre todas las culturas del planeta. De esta forma, urge enfatizar un movimiento decolonial no-ensimismado, un pensamiento transversal, nómada (Deleuze y Guattari, 1995, 1997) fronterizo (Mignolo, 2010; Castro-Gómez, 2005), que reconoce las potencias territorializadoras, desterritorializadoras y reterritorializadoras de autores y autoras, producciones, pensamientos, líneas, espiritualidades, artes, culturas, obras, contenidos, conocimientos y saberes diversos de pueblos, etnias y naciones de todo el mundo.
Producir encuentros potentes, rizomas, conjugaciones insospechadas, devenires decoloniales; hacer resonar mesetas, crear planos transversales de inmanencia, pensar en una música y cine más allá de las categorías estanques y coloniales de las artes (Deleuze y Guattari, 1995, 1997): es en este diapasón -en la búsqueda de relaciones de poder y de diálogos más igualitarios, partiendo de múltiples lugares de habla (Ribeiro, 2017), de múltiples lugares de escucha-visión, con desconcentraciones de bolsones de desigualdad epistémica, cultural, económica- que podremos crear condiciones para decolonizar incluso a los colonizadores, los originales centros de gestación e irradiación de la modernidad-colonialidad. Solo en sentidos de desprendimiento (Quijano, 2019), de transmodernidad (Dussel, 2016), de desobediencia epistémica (Mignolo, 2010), estaremos en curso de producir el único proyecto global verdaderamente universal: el de la pluriversalidad. Y, sin duda, no existe ni nunca habrá un “mejor lugar en el mundo” para eso: aquí y ahora.
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Notas