Artículos de investigación

Apuntes sobre Charly García. EL PARLANTE QUE NO DISTORSIONA

Notes on Charly García. THE SPEAKER WHO DOES NOT DISTORT

Sergio Pujol
Facultad de Periodismo y Comunicación Social Universidad Nacional de La Plata. Investigador Independiente de CONICET, Argentina

Plurentes. Artes y Letras

Universidad Nacional de La Plata, Argentina

ISSN: 1853-6212

Periodicidad: Anual

núm. 12, e019, 2021

revistaplurentesunlp@gmail.com

Recepción: 19 Julio 2021

Aprobación: 23 Julio 2021

Publicación: 29 Octubre 2021



DOI: https://doi.org/10.24215/18536212e019

Resumen: El presente artículo examina el saber musical de Charly García como diferencial sociocultural en el contexto del rock argentino. Desde su irrupción en 1972 con el dúo Sui Generis hasta su coronación como ícono pop en los años 80, el músico se valió de su formación musical entendida como capital simbólico para legitimarse como artista popular y, al mismo tiempo, legitimar el rock argentino. La medida de su triunfo está dada por su trascendencia más allá de la cultura rock: imposible pensar la música argentina de los últimos cincuenta años sin atender la obra de Charly García. Nos proponemos aquí reflexionar no tanto sobre el “contenido” musical del creador de “No bombardeen Buenos Aires” como sobre los recursos de los que supo valerse para ser reconocido en un género popular que, en los primeros tramos de su historia, fue objeto de destrato y desdén por parte del campo cultural argentino.

Palabras clave: Charly García, artista popular, música argentina, rock, campo cultural.

Abstract: This article examines the musical knowledge of Charly García as a sociocultural differential in Argentinian rock. Since his debut in 1972 in the duet Sui Generis until his coronation as a pop icon in the 80's, this musician relied upon his musical training known as a symbolic capital to be legitimized as a popular artist and, at the same time, to legitimize Argentinian rock. His success can be measured by his transcendence beyond rock culture - it is impossible to view Argentinian music in the last 50 years without considering Charly García´s work. This article aims at reflecting not so much on the musical “content” of the creator of No bombardeen Buenos Aires but on the resources he made use of to be recognized in a popular genre which was mistreated and disdained in its beginnings by part of the Argentinian cultural field.

Keywords: Charly García, popular artist, argentinian music, rock, cultural field.

I

Como ha señalado Diego Madoery recientemente (2021), existe una gama variada de escritos sobre Charly García y su lugar en la cultura argentina, pero poco y nada se ha dicho sobre su música en términos específicos. Desde luego, no sería correcto considerar que las miradas sobre el rock argentino en general y sobre Charly en especial provenientes de la sociología de la cultura, los estudios culturales o la historia política argentina han estado necesariamente escindidas de consideraciones musicales, por más vagas o generales que estas puedan ser. Pero evidentemente existe una tensión entre el análisis de la música en sus propios términos y el análisis de lo que rápidamente podríamos llamar “lo contextual”.

En este sentido, propongo en estas notas salvar esa tensión situando a Charly en su propia secuencia o clivaje estético, pero sin perder nunca de vista los condicionantes socioculturales y políticos de los que él, como todo artista en determinado contexto histórico, ha sido producto al mismo tiempo que productor. En ese sentido, vale preguntarnos por cómo operó Charly en el campo cultural argentino desde su luminosa irrupción en 1972. ¿De qué se valió para “hacerse un lugar” –notorio, desde luego– primero en un género devenido cultura (el rock nacional) y finalmente en la música popular argentina más allá de sus divisiones genéricas? En otras palabras, intento aquí reflexionar no tanto sobre el “contenido” musical de Charly como sobre los usos sociales que el músico supo hacer de sus saberes.

Actualmente su música sigue sonando en diferentes lugares y es apreciada por públicos de distintos rangos etarios. Charly forma parte del canon nacional. Versos de sus canciones siempre encabalgados en lineamientos melódicos se oyen decir (cantar) con una pregnancia similar a la que podemos reconocer en creadores como Enrique Santos Discépolo, Atahualpa Yupanqui o María Elena Walsh. Su identidad rockera es consabida, pero no lo ha limitado en términos subculturales: su popularidad desborda categorías, si bien su obra parece encontrar mayor receptividad y aprobación entre una audiencia de clase media urbana que vivió su adolescencia en los años 80 del siglo XX. En 2021 Charly es presente y pasado al mismo tiempo. Su quebrada salud no es algo reciente y si bien el disco La máquina de ser feliz (2017) tiene fogonazos de su talento, es difícil pensar en un Charly musicalmente activo más allá de mediados de los años 90.

Aquel extenso repertorio, pautado por períodos estéticos diferentes y atravesado por los avatares de un país complejo y conflictivo, llega a nosotros invicto, aun no desactualizado. El Charly que en 2021 cumple 70 años vale para sus oyentes en la medida que su sola referencia nos sitúa frente a sus distintas edades, sus épocas estilísticas comprendidas entre la epifanía de Sui Generis y la mordaz clausura de Say No More. Definitivamente, no hay un Charly García maduro: no se ha cumplido aquello que tan bellamente escribió en su juvenil canción “Cuando me empiece a quedar solo”. Si Paul Mc Cartney ha podido confrontar su altiva madurez con el tierno pronóstico de “When I´m sixty four”, Charly no ha envejecido, vive/pervive en un estado de suspensión que nos obliga a estar siempre mirando hacia su glorioso pasado de cantautor (entiéndase aquí el término en un sentido literal, sin la connotación trovadoresca que se le suele adicionar). La interesante tesis de Edward Said (2009) sobre el estilo tardío de los artistas no nos sirve para Charly porque él no ha podido o no ha querido reflejar en una obra consistente su ocaso vital. Su canción “Primavera”, del álbum antes citado, es una prueba bastante impresionante de la ausencia en su obra reciente de un estilo tardío.

II

No nos sirve Said, entonces, pero quizá sí Pierre Bourdieu (2011) y su muy trajinado concepto de capital simbólico (p. 206). No en un sentido de distinción social –menos aún como estrategia de reproducción social-, sino considerando que ese “beneficio de la distinción” que implica el capital simbólico le permitió a Charly establecerse en un lugar bastante original para los criterios dominantes de la música popular posterior a los años 60. ¿De qué estamos hablando? Del Charly que, en un territorio cultural donde mayoritariamente se toca “de oído”, él estudió piano clásico en el conservatorio Thibaud-Piazzini del barrio porteño de Almagro (Julieta Sandoval fue su profesora de piano). Del Charly que sabe leer y escribir música. Del Charly que, aunque no las emplee plenamente, conoce las técnicas del canon y el contrapunto, y que cuando modula la armonía sabe perfectamente lo que está haciendo. Sumemos a esto el don del oído absoluto (poder decir “Fa sostenido” cuando se cae un tenedor al piso) y tenemos a un músico simbólicamente acaudalado. Tal vez en el “mundo de arte” de otro género musical (el tango, por ejemplo) estas destrezas teóricas no habrían conformado un verdadero capital simbólico. Pero sí han ejercido su efecto social entre músicos y público de rock.

Cuando en nuestra adolescencia, allá por mediados o fines de la década de los 70, queríamos demostrar que el rock podía ser una música seria y no sólo el síntoma del malestar juvenil, poníamos un disco de Charly, y mientras sonaba “Desarma y sangra”, por ejemplo, le explicábamos al incrédulo de turno lo bien que componía Charly: esa introducción de piano mozartiana, esos adornos sobre la melodía, ese cambio de tonalidad en la segunda parte, pasando de Mib mayor a Sol mayor. ¿Quién podía cuestionar tanta experticia musical? Seriamente, nadie. Charly nos brindaba argumentos a la causa del rock como género musical riguroso. Charly era la prueba inapelable de que no estábamos perdiendo el tiempo con sus canciones; de que nuestros consumos culturales de adolescencia eran, en realidad, un pasaje de iniciación al resto de nuestras vidas: habíamos llegado a esa música para quedarnos en ella. Las edades de Charly serían nuestras propias edades. Quienes supimos sellar un pacto de fidelidad con la música de Charly nunca fuimos defraudados.

Hay un bellísimo texto del escritor anglo-paquistaní Hanif Kureishi (1996), “Ocho brazos para abrazarte”, dedicado a Los Beatles. En realidad, el texto está dedicado a un tal señor Hogg, profesor de música de Kureishi que consideraba a los fabulosos cuatro unos impostores porque, decía, jamás pudieron haber compuesto una canción como “She´s leaving home”, cuyo arreglo efectivamente pertenece a George Martin. La desacreditación artística de los Beatles hoy resulta algo extraño -en algún punto, incomprensible-, pero no era tan infrecuente en los años 60, cuando los esfuerzos del arte pop para borrar fronteras (entre “alto” y “bajo”, entre masivo y vanguardista, entre –en fin– vida y arte) no bastaba para una revisión radical de las jerarquías culturales reinantes (Cabe recordar aquí la negativa de Alberto Ginastera a que Almendra y Manal, entre otros grupos de rock o música beat, brindaran sus conciertos en el marco del CLAEM del Instituto Di Tella; finalmente fueron derivados al área teatral del instituto). Generalmente esa desacreditación provenía de los mundos de la música académica y el jazz, que miraban con cierto desdén y no poca extrañeza el desarrollo del rock y el pop.

Sin embargo, el señor Hogg no habría podido desautorizar a Charly García. Al menos no habría podido hacerlo desde el atalaya jerárquico de la alta cultura: el bárbaro había estudiado más o menos lo mismo que el culto profesor, sólo que había decidido hacer otra cosa con su saber. Lo que Hogg habría podido decir es que Charly desertó de su habitus malversando su educación musical, dilapidando su capital simbólico tras una música “menor”.

III

Siempre que pienso en Charly García lo hago en paralelo con Luis Alberto Spinetta, como si ellos fueran figuras complementarias capaces de epitomizar todo el rock argentino sin necesidad de agregar a nadie más. Obviamente esto es incorrecto en términos historiográficos. Nadie es tan grande artísticamente como para encarnar todo un género. Ni Carlos Gardel, ni Louis Armstrong, ni Los Beatles. Pero los pienso -a Spinetta y a Charly- como dos modos de concepción musical diferentes que produjeron dos corpus de obra diferentes también. La verdad es que Spinetta y García transitaron por caminos artísticos paralelos. Sus públicos no siempre coincidieron y, salvo “Rezo por vos” y algunos encuentros extraordinarios, no se les conocen grandes colaboraciones entre ellos. Desde luego, se respetaban recíprocamente –Charly descubrió el rock argentino escuchando a Almendra, según contó alguna vez-, y más allá de los fervores de sus respectivos fans, nunca compitieron entre sí. Spinetta no alcanzó los niveles de masividad de García, y por otro lado no sería tarea fácil hallar seguidores de Charly tan apasionados y entregados como los adoradores de “el Flaco”.

En realidad, la colocación de ambos músicos en un mismo plano de referencia responde al hecho incontrastable de que ocupan un lugar central en la narrativa de la música joven argentina porque produjeron las mejores canciones y los mejores discos de su generación. Es decir, uno y otro acumularon capital simbólico a partir de saberes musicales disímiles. Charly lo hizo con una educación musical formal basada en la lecto-escritura, por más que todo indica que esta no jugó un rol demasiado importante en su método compositivo (el entrenamiento que recibió en su niñez y adolescencia fue estrictamente interpretativo). Y Spinetta lo hizo de modo “intuitivo”, conociendo apenas el cifrado americano de armonía -Es conocida la anécdota de su primer fallido intento de ser admitido como compositor en Sadaic (Pujol, 2019)- pero con una receptividad notable que le permitió traducir sus gustos de oyente y de lector a sus propias canciones.

Paradójicamente, el que estaba familiarizado con la literatura para piano produjo un corpus de canciones quizá menos complejo –o más “accesible”- que aquel que había aprendido música “por su cuenta”. Es decir, tendemos a asociar a Spinetta con la experimentación vanguardista mientras Charly aparece como el artista moderno atento a las expectativas de su público. Ambos estaban un paso adelante, pero en el caso del Charly no tanto como para que la audiencia lo perdiera de vista: él jamás lo hubiera permitido. Simplificando bastante, diríamos que Charly fue siempre más pop que Spinetta. Pero ambos desplegaron poéticas que reforzaron la apreciación del rock como fenómeno artístico en la Argentina; legitimaron así una música joven que, a partir de ellos, ya no fue vista como mera expresión de rechazo al mundo de los adultos ni como un facsímil del rock anglo-norteamericano.

El propio Spinetta dejó algunas pistas interesantes sobre lo que para él significaba componer canciones. Siguiendo algunas de esas pistas, podemos imaginar a un joven de la Buenos Aires de los 60 con una guitarra acústica entre manos que busca con afán el acorde que aún no conoce y la dirección de una melodía que alguna vez será canción. Como si la música pura anticipara siempre a la canción. “Para la canción escribo porque la canción exige una letra y la música siempre está antes”, le revelaba a Rodolfo Braceli (2008). “La música esconde algo y uno debe encontrarlo. Es la felicidad tener una tonada nueva, una canción que todavía no dic nada”.

También para Charly García la música está un poco por delante de la letra y esconde algo que debe ser encontrado. “Las canciones vienen de un lugar que no conozco”, le explicaba a Juan Alberto Badía en 1983.

No puedo recrear esos momentos matemática o intelectualmente. Creo que lo que tengo es una percepción, una sensibilidad o un canal abierto para que toda esa polenta, todas esas cosas que piensa la gente puedan transmitirse y salir fluidamente. Cuando uno tiene ese parlante bueno, ese parlante que no distorsiona, la gente escucha. (Zarriello, 2016, p. 8)

Sabemos que al poco tiempo de iniciar sus estudios de piano clásico se despertó en Charly la pasión por el rock inglés. Como tantos niños de su generación que estudiaban música formalmente, absorbió la influencia de la llamada “música joven” un poco a escondidas de la institución conservatorio. Desalentado por su profesora, debieron transcurrir nueve largos años de aprendizaje –según su propio relato, logró tocar “El clave bien temperado” de J. B. Bach antes de los 10 años de edad– para que empezara a componer de modo sistemático. “Por ahí la sensibilidad pop me la puso El Club del Clan”, reconocía en mayo de 2002. “A mí al principio no me gustaba ninguna música que no fuera lo que estaba escrito. Chopin y todo eso… Y en un momento me dio por componer.” (Riera y Sánchez, 2020, p. 83)

Meticuloso en un estudio de grabación, Charly suele afirmar que los conciertos en vivo nunca terminan de satisfacerlo del todo, tal vez porque su parámetro de música grabada siempre fueron los álbumes Revolver y Sargeant Pepper´s… de Los Beatles. A diferencia de Spinetta, que siempre dejó la puerta abierta a la improvisación jazzística, Charly controla todas las variables de su música. El desajuste entre el caos de algunos tramos de su vida privada y la rigurosidad de su arte público es un mentís a la teoría que identifica el rock con la imagen de quienes lo practican: con Charly, la teoría de la homología estructural no tiene mucho para decir (Middleton, 1990). Como bien lo definió el músico Sebastián Escofet, el autor de “Los dinosaurios” es un compositor integral: “Sus grandes canciones siempre son unas gemas perfectas, un instrumento de relojería preciso, por modulaciones inesperadas, fraseos, instrumentos elegidos y el manejo de los espacios, climas, dinámicas y entonaciones. Nada está librado al azar”. (Escofet. 2006, p. 99)

IV

Afirmar que Charly García es el artista argentino moderno por excelencia supone al menos dos cosas. En primer lugar, que existe en él una conciencia clara de cómo la tecnología impacta nuestra vida en sociedad. A menudo Charly se ha expresado en contra de lo nuevo (por ejemplo, en la década de 1990 solía despotricar contra el sonido analógico porque rebajaba las frecuencias graves y le quitaba espesor al sonido), pero sabe casi tanto de grabación como de música propiamente dicha. O mejor aún, ha sabido fusionar los saberes de la teoría musical con la práctica del estudio de grabación al punto de confrontar con los técnicos y trabajar él mismo los diseños y maquetas en su propia casa. Su mayor insumo no han sido partituras sino discos. Por ejemplo, descubrió que John y Paul armonizaban sus voces por intervalos de quinta porque en los primeros discos estereofónicos las voces salían por un parlante y la base instrumental, por el otro (Riera y Sánchez, 2020, p. 60).

La otra condición de modernidad que Charly cumple plenamente es el impulso al cambio permanente. Lo vemos con claridad en la línea de tiempo de su biografía musical. Los tres álbumes de Sui Generis capturan el ethos adolescente en un momento de afirmación de la cultura rock. “Canción para mi muerte” y “Cuando me empiece a quedar solo” son quizá las canciones más logradas de aquellos discos. Sin embargo, en el tercer disco, Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, se vislumbraban otras sonoridades, otra dirección artística. Al concluir la experiencia de Sui Generis, Charly fundó La Máquina de Hacer Pájaros para encaminarse en una dirección de rock progresivo –aún se lo llamaba música progresiva– sensible a la influencia del jazz-rock, pero sin perder nunca de vista la matriz de canción pop refinada por la que, más allá de sus cambios y reinvenciones, siempre sintió particular afinidad.

El momento Serú Girán (1978-1982) le devolvió a Charly la aprobación masiva, pero no sin algún esfuerzo previo. El nuevo grupo –presentado como una suerte de “supergrupo”, en virtud del prestigio de sus integrantes– no gustó mucho al principio, y debió llegar el disco Grasa de las capitales para que la retórica irónica y parodista de la nueva serie de canciones fuera comprendida en toda su densidad en medio de la última dictadura (del Mazo, 2020). El efecto que el grupo finalmente tuvo sobre la vida de muchos jóvenes que padecían la represión y la censura a una escala hasta entonces inédita en el país fue catártico. Como observó Alfredo Rosso (2006), “Serú aparece cuando la risa, el gesto espontáneo, la visión ambigua de la realidad y el libre debate de ideas habían sido suprimidos de cuajo” (p. 31). Pero esos atributos de las canciones de Charly presuponían un exquisito trabajo musical, tanto en el plano compositivo como en el interpretativo. El apodo “Los Beatles argentinos” con el que muchos bautizaron a Serú Girán no respondió sólo a una cuestión afectiva. En efecto, nunca antes músicos de rock argentino habían tocado su música de un modo tan virtuoso y original.

Luego Charly entraría a los años 80 “yendo de la cama al living”, para devenir en estrella de la cultura y el espectáculo argentinos (Zarriello, 2016). Diría en algún momento que, si Maradona es el 10, él es el 9. Pero ese estrellato, esa construcción de figura del tipo Andy Warhol, jamás ha estado por delante de la música. Incluso en su declive de salud de fines de los 90, Charly siguió teniendo momentos de lucidez musical. Claramente, nunca fue punk; es demasiado musical para poder serlo. En él, el postulado “hazlo tú mismo” (DIY) es un tanto engañoso, porque omite ese capital simbólico que siempre lo ha distinguido en la tribu rockera.

Como sabemos –y como tan bien lo explica Oscar Conde (2019) en su nuevo libro- Charly dio otro giro en 1983, con Clics modernos, un disco solista de factura más tecno (p. 150). Producido en Nueva York por Joe Blaney e influenciado por la new wave y otras referencias pospunk, el álbum gozó de una larga descendencia en un país, la Argentina de la recuperación democrática, que se estaba volviendo muy sensible a la producción de su propia música joven. Tal vez el único músico de rock del período anterior capaz de atraer a los nuevos públicos, Charly selló con los últimos años del siglo XX argentino un pacto de responsabilidad compartida: él le daba a la época una interpretación musical, y la época le brindaba sus materiales en bruto. Ni aun la aparición de Soda Stereo o el ascenso desde el under de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota lograron desviar la atención que parecía demandar un Charly García convertido en ícono pop. Entre las mejores canciones de su etapa posterior a Serú Girán figuran “Parte de la religión”, “Buscando un símbolo de paz” y “La hija de la lágrima”, aunque sería más correcto pensar en términos de álbumes –Parte de la religión es tal vez el más logrado de aquellos años- y no de canciones sueltas.

Pero esa ponderación del álbum como obra integral siempre se sostuvo, aún en los momentos más “tecnológicos” de su música, sobre la matriz de músico instruido, del apóstata de aquel sistema de valores defendido por el profesor Hogg. Si, como observa Madoery (2021), todo análisis estilístico de la música de Charly debe partir del reconocimiento de la importancia que en su arte compositivo siempre han tenido los rasgos melódico/armónico/rítmicos por sobre los atributos tímbricos y “sónicos” (p.14) , cabe concluir que el capital simbólico del músico partió de una combinación única entre lo clásico y lo popular, lo formal y lo intuitivo, la academia y “la calle”. Ese diferencial recorrió toda su trayectoria. Ese diferencial nos ayuda a entender el fenómeno Charly por sobre cualquier otra de las razones de su vínculo duradero con una sociedad que ha visto en él –y ha escuchado en sus canciones– al artista popular y moderno más influyente de las últimas décadas del siglo XX.

“Los músicos de la Pesada del rock and roll me gastaban un poco, pero me aceptaban porque sabían que yo tocaba bien”, les contó Charly a los periodistas Daniel Riera y Fernando Sánchez. “Cuando tocaba el más mínimo arreglo o fraseo, me decían: `Pará Chupín´, por Chopin. Cuando toqué con ellos tenía que tocar corcheas en octavas, no más que eso.” (Riera y Sánchez 2020: 90). Por suerte para todos nosotros, a lo largo de su carrera Charly tocó mucho más que corcheas en octavas.

Bibliografía

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