El gatopardismo en las relaciones internacionales
Entre cambio aparente y hegemonía permanente
DOI:
https://doi.org/10.24215/2618303Xe079Palabras clave:
derecho internacional, reforma, gatopardo, poder y derechoResumen
El artículo propone una lectura crítica y hermenéutica del Derecho Internacional y las Relaciones Internacionales, comparando su evolución con la metáfora del Il Gattopardo: cambios formales que preservan estructuras de poder. Señala la crisis estructural del sistema jurídico internacional, atravesado por tensiones entre norma y fuerza, legitimidad y hegemonía. Aunque se reconoce avances como la universalización de los derechos humanos y la institucionalización multilateral en 1945; se advierte, además, de la instrumentalización por las potencias hegemónicas, bajo una retórica jurídica que encubre dinámicas de dominación. La irrupción de actores como los BRICS representa más un reacomodo que una transformación sustantiva. Frente a este panorama, se aboga por una lucha por el derecho que trascienda la reforma formal, orientada hacia un orden jurídico más justo, participativo y plural.
1. La mirada en la ventana
Cuando uno se asoma a una ventana (ya sea La ventana indiscreta de Hitchcock [1] o La muchacha en la ventana de Dalí) advierte pronto que la mirada, aun queriendo abarcarlo todo, queda sometida al marco que la constriñe, a los límites que la propia ventana le impone, que son casi siempre subjetivos. La mirada solo alcanza, en efecto, aquello que el recorte (intencionado o no) le permite; y, sin embargo, hay en esa limitación una suerte de invitación, de incitación a observar detenidamente, a persistir o proseguir mirando, a no contentarse con lo que se divisa a primera vista. Así también ocurre, a nuestro parecer, en la literatura e incluso en el derecho: allí donde el autor o académico u operadores jurídicos no solo acotan el campo visual del lector, del ciudadano, del marco jurídico, sino que lo dispone, lo ordena, lo conduce, a fin de cuentas, fijan los contornos de nuestra percepción y, por tanto, delimitan el horizonte mismo de nuestra comprensión, que es parcial y rara vez holística. Por ello, en este trabajo, que tiene una pulsión de prosa más allá de la jurídica, observará el lector una mirada que lo orientará a una determinada idea asentada en un determinado trabajo, este, con una determinada finalidad, a saber, la exposición de una hipótesis de lectura del derecho internacional y de las relaciones internacionales.
2. Marco discursivo del derecho internacional
Antes de adentrarnos en el análisis que nos ocupa, conviene recordar —o acaso advertir de nuevo— un dato que, por reiterado, no ha perdido ni vigencia ni gravedad: la persistente crisis del derecho internacional. Ya en 1915, [2], al pronunciar su discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, señalaba con lúcida premonición los signos de inestabilidad que aquejaban a este ordenamiento jurídico. No se trata, sin embargo, de una mera disfunción pasajera o de una coyuntura crítica episódica, sino de una condición estructural, casi congénita, que vincula al derecho internacional —más que ninguna otra forma de normatividad jurídica— con el agón, es decir, con la contienda, con el antagonismo irreductible, con la victoria —siempre parcial, siempre precaria— y, en último término, con la guerra: ¿o acaso no recordamos la configuración jurídica para considerar legal al ius ad bellum y al ius in bello?
Esta vinculación no es casual ni meramente simbólica: responde a la peculiar configuración del orden jurídico internacional, cuya arquitectura descentralizada impone una relación intrínseca entre derecho y poder. En un sistema con escasa institucionalización, la legitimidad no proviene tanto de estructuras robustas como de la capacidad de los actores para imponer su voluntad en un entorno donde norma y fuerza se entrecruzan. No obstante, reducir el derecho internacional a una lógica voluntarista sería un error: su obligatoriedad no puede fundarse únicamente en la voluntad estatal sin caer en una deriva autodestructiva. Tampoco basta con una visión objetivista que ignore la realidad descentralizada del sistema. Entre ambos extremos, el derecho internacional debe concebirse como un orden plural, donde coexisten normas consensuadas y principios generales con fuerza normativa propia. En este marco, la Organización de Naciones Unidas (ONU), con todas sus limitaciones, sigue siendo necesaria. Si no existiera, habría que crearla, pues es un pilar —aunque imperfecto— del equilibrio internacional y del desarrollo jurídico global.
Sin embargo, actualmente, se ha llegado a un punto, donde la fuerza del derecho comienza a decaer a favor de la fuerza del poder de la ley de la selva. Por eso, esa entelequia tantas veces invocada —la «paz mundial»— se presenta como un residuo retórico, una suerte de significante exhausto que, desprovisto ya de su antigua potencia normativa, resuena más como una promesa incumplida que como una aspiración movilizadora. Del mismo modo, el «bien común», antes la brújula jurídico-ética de la acción colectiva, se ha tornado en una figura huidiza, invocada con frecuencia, sí, pero rara vez concretada en políticas o instituciones. La arquitectura del derecho internacional, que otrora pareciera compacta y orientada —al menos teleológicamente— hacia la paz y la cooperación, muestra desde el 11 de septiembre de 2001 signos evidentes de desvertebración, como si los cimientos normativos que pretendían articular un orden internacional fueran ahora piezas dispersas de un mosaico que ya no compone figura reconocible como mínimo, en su cumplimiento. Y, sin embargo, persiste —por debajo del estrépito y la intermitencia del poder— esa dimensión normativa ineludible, ese núcleo de heteronomía, de Prosper Weil [3], que no se deja reducir a cálculo estratégico ni a imposición de facto. De ahí que, como ha sostenido Carrillo Salcedo [4], el problema del fundamento del derecho internacional no sea el de una disyuntiva entre la voluntad y el deber, sino el de una tensión fecunda entre la regla pactada y el principio que obliga, entre el consenso contingente y la exigencia que sobreviene, incluso contra la voluntad.
3. La máscara del cambio: Il Gattopardo en clave hermenéutica
Veamos ahora, con mayor detenimiento y sin soslayar la letra menuda —esa tensión soterrada entre el agón y el derecho, entre la pulsión irreprimible del conflicto y el esfuerzo, siempre frágil, por domeñarla—, el panorama que nos ofrece el derecho internacional. En este recorrido, propongo utilizar Il Gattopardo [5], la novela póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa1, como clave hermenéutica para desentrañar la dialéctica entre derecho y poder, así como para iluminar las derivas regresivas y las contaminaciones ideológicas que aquejan al sistema jurídico internacional, especialmente bajo el influjo de una doctrina estadounidense —expansiva y persuasiva— que tiende a investir al poder mismo con una presunta facultad legitimadora del derecho.
Ambientada en la Sicilia decimonónica, en el ocaso del reino de las Dos Sicilias y bajo la sombra incierta de la unificación italiana, la novela retrata con lúcida melancolía la estrategia de una aristocracia que, lejos de resistirse frontalmente a los vientos de cambio, opta por mimetizarse con ellos: modifica la forma para preservar la sustancia, renuncia a la apariencia para salvar la esencia. Esa lógica de adaptación conservadora, que encubre la permanencia bajo el disfraz del cambio, ofrece una analogía sugerente con los cambios del derecho internacional.
Esa lógica de conservación disfrazada de transformación —que encuentra su expresión más depurada en la célebre sentencia de Tancredi: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi»— constituye, más que un mero rasgo de estilo narrativo, un principio operativo que atraviesa los grandes momentos de mutación del orden internacional. Las sucesivas reconfiguraciones del sistema interestatal, lejos de dar lugar a verdaderas discontinuidades, se presentan muchas veces como rituales de repetición bajo otras formas, encubrimientos sofisticados de persistencias antiguas. Al igual que la aristocracia de Il Gattopardo, el sistema internacional a menudo se reinventa con el fin de conservar sus estructuras de poder y su dominación, manteniendo una apariencia de cambio mientras asegura la perpetuación de viejas jerarquías, por ejemplo, la creación de nuevos organismos internacionales o alianzas como la Unión Europea, que en algunos casos parece un intento de modernización sin alterar las dinámicas de poder entre los estados miembros: ¿O acaso alguien piensa que realmente existe una unión política? Entraríamos, en este caso, en el territorio de la ciencia ficción.
La novela, llevada al cine por Luchino Visconti en 1963 —en una adaptación que acentúa la dimensión crepuscular y estética del relato—, ha conocido también versiones serializadas más recientes en Netflix (2025), dirigidas por Tom Shankland, Giuseppe Capotondi y Laura Luchetti. Este recorrido en distintas formas artísticas da cuenta de la capacidad del texto para interpelar al público más allá del tiempo y el género, una cualidad que resuena poderosamente con las continuidades y rupturas en el orden internacional, un ejemplo de esto son las intervenciones internacionales en conflictos como los de Irak o Siria, que, aunque aparentemente sugieren un cambio, en muchas ocasiones representan una continuación de las dinámicas de intervención imperialista o de dominación. Estas intervenciones se enmascaran bajo un neolenguaje orwelliano, utilizando justificaciones jurídicas como la «legítima defensa preventiva». En este contexto, se evidencia que la palabra ha perdido su autenticidad, renunciando a su capacidad original para significar, referir y argumentar de manera coherente.
Partimos, pues, de esta intuición literaria para dar una vuelta por la historia del derecho internacional para observar los cambios producidos y constatar si hubo y hay transformaciones sustantivas o simplemente no hallamos ante un cambio de fachada que oculta la persistencia de las viejas dinámicas de poder y control.
4. Entre la retórica y la hegemonía
Lo llamaron iusgentium, después derecho de gentes y, más tarde, con una suerte de solemnidad que parecía prometer redención universal, derecho internacional sobre las bases del Derecho de la Unión Europea. Pero desde Vitoria y Grocio, pasando por Vattel y el Congreso de Viena, hasta la Carta de San Francisco, la arquitectura jurídica del mundo ha servido, con admirable constancia, al mismo amo: el poder. En efecto, se sucedieron las fórmulas, mutaron los principios, se reformaron las instituciones y se recubrieron de legalidad las más brutales expresiones de la fuerza, todo para que la estructura de dominación permaneciera indemne bajo nuevos ropajes. Como si el derecho internacional, tras cada gran cataclismo, se mirara al espejo de la historia y, consciente de su doblez, se perfumase de justicia antes de volver a servir a los vencedores. Así, lo que se nos presenta como evolución hacia la igualdad entre los estados, la universalización de los derechos humanos o la emancipación de los pueblos colonizados, resulta ser —en demasiadas ocasiones— una coreografía cuidadosamente ensayada para mantener el monopolio del juicio, la coacción y la impunidad en manos de unos pocos. No otra cosa se puede advertir la falacia de la distinción entre lo político y lo jurídico: el pretexto perfecto del soberano para sustraerse a las obligaciones comunes, todo ello con el aval de una retórica jurídica que, lejos de domar la fuerza, se ha especializado en revestirla de legitimidad.
Y, sin embargo, algo ha cambiado —o al menos eso se proclama desde las cátedras, los tribunales y las declaraciones solemnes—. Hay más estados, más tratados, más instituciones multilaterales; hay incluso un derecho internacional penal que, en teoría, no reconoce inmunidades. Pero, al modo de la escena final de El Gatopardo, el poder hegemónico se limita a reorganizar el escenario: nuevos actores, mismo guion. El derecho internacional sigue siendo, en palabras de Koskenniemi [6], una fuerza ideológica al servicio del hegemón, capaz de articular tanto el lenguaje de la emancipación como el de la subordinación. En efecto, las guerras de ayer son hoy intervenciones humanitarias; la agresión se presenta como responsabilidad de proteger; y la desigualdad estructural se disfraza de universalismo normativo. Incluso el principio de jurisdicción universal, nacido bajo el signo de la justicia global, ha demostrado una pasmosa capacidad de selectividad, aplicando su celo persecutorio solo allí donde no se arriesga a ofender a quienes detentan el poder. La juridicidad formal del sistema no ha resuelto —ni puede resolver— el déficit estructural de legitimidad cuando las reglas son escritas, interpretadas y aplicadas desde el vértice de la pirámide. En el fondo, la igualdad soberana de los estados sigue siendo un principio más declarativo que operativo, una cláusula de estilo que convive con una jerarquía tácita pero eficaz: la de los que deciden y la de los que acatan.
Ciertamente, el sistema jurídico universal surgido en 1945 ha representado el mayor avance estructural institucional y normativo en la historia del derecho internacional: ha consolidado la universalización de los derechos humanos, promovido el Estado de derecho, establecido un sistema de seguridad colectiva, impulsado el proceso de descolonización y afirmado el derecho a la autodeterminación de los pueblos. No obstante, cabe preguntarse si este orden normativo ha logrado transformar realmente las lógicas de poder que han regido históricamente las relaciones internacionales o si seguimos asistiendo a la permanencia de los mismos «dioses» —las grandes potencias, aunque con rostros renovados. En este marco, por lo tanto, ¿puede afirmarse que la humanidad ha avanzado hacia una justicia internacional auténtica? ¿O, por el contrario, que el derecho internacional ha sido cooptado por quienes, amparados en su retórica, perpetúan un orden global profundamente desigual?
Este dilema fue abordado con lucidez por Antonio Remiro Brotons en Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden mundial [7], donde denuncia cómo el discurso de la globalización y la cooperación multilateral encubre, en muchos casos, dinámicas de dependencia estructural disfrazadas de interdependencia. Esta lógica reproduce, con nuevos ropajes, las antiguas categorías decimonónicas de civilizados, bárbaros y salvajes, utilizadas por juristas europeos y rusos del siglo XIX para legitimar jerarquías entre estados y pueblos.
El comportamiento reiteradamente contrario al derecho internacional por parte de potencias occidentales —como evidencian la intervención de la OTAN en Kosovo en 1999 sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU o el uso desproporcionado de la fuerza en Irak durante la década siguiente— ilustra una inversión irónica de los términos. Quienes se autoproclamaban como los portadores de la civilización han actuado, en múltiples ocasiones, con una conducta incompatible con los principios que dicen defender.
A ello se suman ejemplos contemporáneos que refuerzan esta paradoja: la construcción de narrativas geopolíticas que buscan reescribir o invisibilizar la historia —como los intentos de modificar toponimias consolidadas (Golfo de México por Golfo de América), evocando antiguas prácticas coloniales; o las flagrantes violaciones de derechos humanos en Gaza, ante la inacción, e incluso la complicidad, de una comunidad internacional que proclama su adhesión a la legalidad internacional, pero actúa conforme a cálculos estratégicos.
La invasión rusa de Ucrania en 2022, presentada falsamente por Moscú como una operación destinada a frenar un supuesto genocidio, constituye otro caso ilustrativo de esta instrumentalización del derecho. Al tiempo que revela la manipulación de normas jurídicas con fines expansionistas, pone en evidencia el doble rasero con que muchos estados, incluso algunos de América Latina, abordan las violaciones del derecho internacional: condenan la ocupación israelí en Palestina, pero guardan silencio —o incluso justifican— la agresión rusa contra Ucrania.
No se trata, sin embargo, de una denuncia cínica. La contradicción entre la solemnidad de los principios fundamentales del derecho internacional y su aplicación concreta en el escenario global es tan manifiesta como preocupante. En la práctica, estos principios han sido convertidos en instrumentos al servicio de intereses hegemónicos, utilizados de manera selectiva según convenga a los actores dominantes. Esta manipulación estratégica —que oscila entre la arrogancia declarativa y el disimulo diplomático— permite a las grandes potencias imponer su voluntad bajo la apariencia de legalidad, encubriendo con discursos de solidaridad y multilateralismo una lógica de poder que socava las bases mismas del orden jurídico internacional.
5. La alternativa —que es— gatopardista
En este escenario de juridicidad declamativa y hegemonía disfrazada de consenso, irrumpe con fuerza el discurso de los BRICS como una suerte de propuesta2, no exenta de contradicciones, pero animada por una voluntad manifiesta de reconfiguración. La Declaración de Kazán (2024), adoptada en su XVI Cumbre, no se limita a enumerar propósitos edificantes, sino que articula una crítica estructural al orden internacional vigente, denunciando el anquilosamiento del sistema multilateral, la captura de las instituciones globales por parte de las potencias tradicionales y el uso espurio del derecho internacional como instrumento de sanción selectiva. Sin embargo, esta interpelación no está exenta de hipocresía: los mismos estados que denuncian la instrumentalización del derecho, lo transgreden sin ambages cuando sus intereses así lo exigen. Rusia, con la invasión y ocupación de territorios soberanos en Ucrania desde 2014, ha vulnerado principios fundamentales de la Carta de las Naciones Unidas3. China, por su parte, sostiene una política de sinización forzada en Tíbet y Xinjiang, y ha ignorado el laudo arbitral de 2016 sobre el Mar de China Meridional, dictado por el tribunal constituido bajo la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar. India, en su prolongado conflicto en Cachemira, ha sido objeto de múltiples señalamientos por violaciones sistemáticas de derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Brasil, en la era reciente, ha impulsado políticas ambientales que contravienen compromisos internacionales en materia de cambio climático, particularmente en relación con la Amazonía. Incluso Sudáfrica, bajo el pretexto de una diplomacia soberana, ha mostrado reticencias en cooperar plenamente con la Corte Penal Internacional, como lo evidenció su negativa a detener a mandatarios con órdenes de arresto internacionales, incumpliendo, consiguientemente, sus obligaciones internacionales.
Al invocar la necesidad de un multilateralismo genuinamente representativo, una reforma sustantiva del Consejo de Seguridad de la ONU y una arquitectura financiera internacional más justa, los BRICS apuntan, con claridad retórica y calculada ambigüedad jurídica, a subvertir la gramática del poder que desde 1945 ha legitimado la desigualdad entre estados. Su alegato por un orden multipolar no es, sin embargo, el anuncio de una utopía igualitaria, sino el síntoma de una pulsión por redistribuir cuotas de poder dentro de un sistema cuya lógica profunda no se cuestiona, sino que se ambiciona ocupar. Así, más que ruptura, lo que los BRICS proponen —y celebran— es una ampliación del reparto, un reacomodo del banquete geopolítico: la mesa sigue siendo la misma, el menú también; solo cambian algunos comensales. En este sentido, la proclama de Kazán, con todo su aparato diplomático y jurídico, bien podría leerse como un ejercicio de gatopardismo de nuevo cuño: cambiar algo —algunos nombres, algunos porcentajes de voto, algunas monedas de transacción— para que todo, esencialmente, siga igual. O, más aún: para que el viejo orden, al mutar de forma, pueda conservar mejor su fondo.
El abandono del decoro por parte de algunas potencias no es solo político, sino epistemológico. Se ha renunciado, sin estridencias, pero con eficacia, al sentido común compartido que, durante décadas, sirvió de fundamento a un derecho internacional mínimamente coherente con su promesa fundacional: la de contener la violencia y afirmar la dignidad humana. No solo se ha dejado de cumplir con ese marco normativo, sino que también se ha dejado de defender y de creer en su valor.
No resulta sorprendente, entonces, que hoy debamos escuchar a los cuerpos —violados, fracturados, desmembrados— para comprender que hablar del colapso de la humanidad no constituye un exceso retórico, sino una constatación clínica, jurídica y moral. Porque donde ya no existe un lenguaje común, tampoco puede existir una ley común. Y donde la ley desaparece, solo permanece la fuerza; y donde solo queda la fuerza, lo humano deja de ser un proyecto colectivo para convertirse en residuo.
6. Resistencias y nuevos horizontes
Frente a este panorama de apariencias mudables y esencias inmutables —en el que las formas del derecho internacional se ajustan, se reformulan y se adaptan, mientras sus fundamentos materiales, ligados al poder, permanecen estructuralmente incólumes—, cabe preguntarse si la crítica académica puede trascender el lamento lúcido para convertirse en propuesta transformadora. ¿Es posible, en efecto, imaginar —y más aún, articular jurídicamente— una transformación del derecho internacional que no se limite a embellecer la continuidad ni a gestionar el desencanto estructural de un sistema que, bajo la retórica de la paz y la cooperación, continúa operando como técnica de legitimación del statu quo?
La pregunta no es nueva, pero sí urgente. El riesgo de toda reforma en el derecho internacional contemporáneo estriba en su captación por las lógicas que pretende cuestionar. La «reforma» deviene, así, coartada de lo mismo: mecanismo de absorción del conflicto dentro de los márgenes del sistema, sin alterar sus coordenadas básicas. La institucionalización de la disidencia, como ya advertía la teoría crítica, es uno de los modos más eficaces de neutralización del cambio, de ahí la necesidad de interrogar el lenguaje mismo de la reforma, sus sujetos, sus tiempos, sus márgenes de posibilidad. Reformar, ¿desde dónde y para quién? ¿Desde qué locus jurídico y político es concebible una alteración sustantiva del orden internacional sin incurrir en el voluntarismo normativo ni en la ingenuidad emancipadora?
La respuesta, si es que la hay, no puede proceder de una mera ingeniería institucional. Debe anclarse en una lucha por el derecho, en el sentido que le diera Rudolf von Ihering [8] 4: no como defensa conservadora del derecho existente, sino como esfuerzo histórico, práctico y conflictivo por dotar de contenido normativo a exigencias de justicia que interpelan el orden establecido. Esta lucha no es un fenómeno puramente normativo; es también político y ético. En este sentido, se hermana con la lucha por los derechos, tal como la formuló Hannah Arendt5: no como un catálogo garantizado de prerrogativas abstractas, sino como el derecho a tener derechos, esto es, el derecho a pertenecer a una comunidad política que reconozca al individuo como sujeto jurídico pleno.
A esta doble lucha —por el derecho y por los derechos— debe añadirse hoy la lucha por la operatividad real de la democracia en el marco de un Estado de derecho internacional reforzado, no como aspiración retórica, sino como exigencia estructural. Ello implica una concepción no minimalista del Estado de derecho internacional, que no se reduzca a la mera juridificación procedimental de las relaciones entre estados, sino que integre los principios de responsabilidad, participación, transparencia y justicia sustantiva como exigencias normativas universales.
Desde esta perspectiva, el desafío consiste en trazar coordenadas jurídicas nuevas, que no estén subordinadas al cálculo del poder ni a la funcionalidad del sistema interestatal. Ello requiere repensar los fundamentos epistemológicos y ontológicos del derecho internacional: superar su identificación con el formalismo voluntarista y avanzar hacia una concepción del orden jurídico internacional como construcción social en disputa, atravesada por relaciones de poder, pero también por resistencias y posibilidades de transformación. Una tarea que exige tanto rigor técnico como imaginación normativa. Y, sobre todo, valentía intelectual para interrogar lo que parece dado como inmutable.
Por ello, conviene centrar la atención, en primer término, en el principio de soberanía, que, si bien hoy se manifiesta con menor rigidez que en épocas anteriores, sigue siendo un referente clave para impulsar un cambio efectivo. Para ello nos basamos en una tesis que compartimos: Krasner [9], en su célebre formulación de la «hipocresía organizada», pone de manifiesto la tensión estructural entre los postulados normativos del orden internacional y las prácticas efectivas de los estados en torno a la soberanía. Bajo su óptica, la soberanía no constituye un principio absoluto ni inmutable, sino un constructo discursivo moldeado por las conveniencias del poder y por las exigencias coyunturales del sistema internacional. A juicio de Krasner, los estados proclaman el respeto a la soberanía como principio rector del orden internacional, mientras que, en la práctica, la vulneran de manera sistemática cuando así lo exige la defensa de sus intereses estratégicos.
No resulta aceptable invocar la soberanía estatal como refugio dogmático ni ampararse en la doctrina de la no injerencia para justificar inacciones que lindan con la complicidad. La sociedad mundial —estructura fragmentada cuyo eje gravitacional es el mercado antes que la ciudadanía— exige un derecho internacional que no se limite a ser fruto de la negociación interestatal, sino que se afirme como un proyecto normativo fundacional, capaz de situar la dignidad humana, los bienes comunes y la justicia global por encima de la lógica de los intereses. En este sentido, la consolidación de un derecho a la democracia —reconocido de manera creciente en los marcos normativos internacionales y regionales— no solo responde a una exigencia ética, sino que constituye una evolución doctrinal y jurisprudencial del derecho internacional contemporáneo.
El principio democrático ha dejado de ser una aspiración política para adquirir densidad jurídica a través de su incorporación progresiva en tratados, cláusulas de condicionalidad y mecanismos de defensa colectiva. Esta tendencia se ve robustecida por el planteamiento que Guatemala presentó el 6 de diciembre de 2024 ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos de que la democracia debe ser entendida no solo como forma de organización política6, sino como un derecho humano autónomo, cuya vulneración compromete el goce efectivo de otros derechos fundamentales.
La universalización de los desafíos contemporáneos —desde la crisis ecológica hasta la amenaza a la privacidad frente al poder de las plataformas tecnológicas— obliga a revisar críticamente tanto el alcance como los mecanismos de aplicación del derecho internacional. Esta revisión no supone desmontar su arquitectura ni renegar de sus principios estructurales —soberanía, igualdad jurídica, no intervención—, sino repensarlos y reconfigurarlos conforme a una realidad en la que el poder se dispersa, se privatiza y se oculta. El compromiso que reclama este tiempo no puede ser meramente retórico: debe ser normativamente operativo, transformador y sostenido, orientado a consolidar un orden jurídico internacional funcional, equitativo y a la altura de las condiciones de interdependencia que configuran nuestra era.
Están surgiendo —a menudo desde los márgenes— formas incipientes de articulación global: redes transnacionales de solidaridad, litigios estratégicos, iniciativas ciudadanas de alcance transfronterizo, propuestas que aspiran a democratizar, desde abajo, las estructuras multilaterales. Así ocurre, por ejemplo, con las demandas climáticas promovidas por jóvenes ante tribunales nacionales e internacionales —como el caso Juliana contra Estados Unidos o la acción interpuesta por un grupo de adolescentes ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos— que, más allá de sus límites jurídicos formales, expresan una creciente conciencia global intergeneracional y se alimentan de redes transnacionales de activismo jurídico7. Lo mismo puede decirse de plataformas como Stop Ecocide, que abogan por el reconocimiento del ecocidio como crimen internacional, o de campañas como Debt for Climate, que articulan exigencias de justicia ecológica y financiera entre el Sur global y las instituciones multilaterales. Si toda legalidad supone una comunidad que se reconoce como tal, cabe preguntarse si no estamos asistiendo, entre balbuceos, a la formación de un demos planetario todavía sin rostro, pero no sin voz.
Y es esa voz —silenciada unas veces, otras tildada de «utópica» o «radical»— la que podría germinar, con el tiempo, en una revolución callada: jurídica sin ser tecnocrática, ética sin caer en la candidez. No se trata de sustituir un orden por otro, sino de reconfigurar los cimientos mismos de lo jurídico, liberándolo de su actual servidumbre geopolítica. Si queremos legar un mundo habitable, no bastará con atenuar los excesos del presente: será preciso asumir el riesgo de imaginar estructuras abiertas, hospitalarias con lo plural, lo excluido, lo común. El porvenir del derecho internacional no debería escribirse exclusivamente en las cancillerías ni en los despachos de mármol: se podría estar forjando ya en las fisuras, en los intersticios, en aquellos espacios donde lo común se articula sin pedir permiso. Tal vez ahí —en esa legalidad insurgente, sin toga, pero con legitimidad— esté despuntando un derecho no solo para regular el mundo, sino para hacerlo digno de ser habitado, al menos de mejor forma que la conocida hoy por hoy. Evitar el gatopardismo es una cuestión de sobrevivencia; también, de justicia.
Referencias
Carrillo Salcedo, J. A. (1998). El fundamento del derecho internacional: algunas reflexiones sobre un problema clásico. Revista Española De Derecho Internacional, 50(1), 13-32.
Fernández Prida, J. (1915). La crisis del Derecho Internacional. Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España.
Hitchcock, A. (1954). Rear Window [La ventana indiscreta] [Película]. Paramount Pictures.
Koskenniemi, M. (2020). La política del derecho internacional. Trotta.
Krasner, S. D. (1976). State power and the structure of international trade. World Politics, 28(3), 317-347. https://doi.org/10.2307/2009974
Remiro Brotons, A. (1996). Civilizados, bárbaros y salvajes en el nuevo orden internacional. McGraw-Hill.
Tomasi di Lampedusa, G. (2019). El Gatopardo (Trad. R. Pochtar). Anagrama. (Trabajo original publicado en 1958).
von Ihering, R. (2019). La lucha por el derecho. Editorial Dykinson.
Weil, P. (1992). Le droit international en quête de son identité. Recueil des Cours de l’Académie de Droit International, 237, 9-376. https://doi.org/10.1163/1875-8096_pplrdc_A9789041102355_01
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