Musicoterapia, psicosis y adolescencia

Un estudio de caso en contexto de internación

Autores/as

DOI:

https://doi.org/10.24215/27186199e048

Palabras clave:

Musicoterapia, adolescencia, invencion subjetiva

Resumen

Este artículo presenta un estudio de caso de un adolescente de 16 años internado en [datos de la institución] a raíz de una descompensación psicótica. El objetivo es analizar, a partir del recorrido por tres tiempos clínicos diferenciados, cómo las intervenciones musicoterapéuticas pueden habilitar distintos modos de organización subjetiva en el proceso terapéutico. Desde una perspectiva psicoanalítica, se indaga el modo en que lo sonoro-musical puede habilitar procesos de localización, inscripción de sentido e invención subjetiva. En un primer tiempo se observó la irrupción de una búsqueda inasible y la necesidad de ofrecer referencias que funcionaran como puntos de anclaje. En un segundo tiempo, las elecciones musicales comenzaron a enlazarse con aspectos de su historia, habilitando el registro de sí y la emergencia de narrativas personales. Finalmente, en un tercer tiempo, se produjo la composición de una canción propia, que se constituyó como invención subjetiva y fue compartida en un espacio grupal, favoreciendo el lazo social. El análisis del caso evidencia cómo los recursos musicoterapéuticos, pueden sostener y acompañar movimientos de reorganización subjetiva en el marco de una descompensación psicótica.

Introducción

La adolescencia constituye un momento de transformación subjetiva profunda, en la que se transita un pasaje que implica renuncias, duelos y la asunción de nuevas posiciones subjetivas. Aberastury y Knobel [1] señalan que este proceso implica pérdidas necesarias para la constitución de la identidad. Desde el psicoanálisis, se considera que no es solo un hecho biológico, sino un acontecimiento estructurante. Freud [2] ubica en la pubertad una reorganización pulsional, mientras que Lacan [3] plantea que el sujeto debe reordenar su posición frente al goce, la sexualidad y el Otro

Como señala Meerovich [4] retomando a Lacan, el despertar de la pubertad implica un segundo empuje pulsional que irrumpe desestabilizando el sentido que venía sosteniendo al niño. El Otro encarnado en los padres ya no podrá responder, ni significar lo que sucede en el cuerpo ni cómo hacer con el Otro sexo. En ese punto se produce un encuentro con lo real, y “cada sujeto lo resolverá a su modo, estando así la salida en el plano de lo singular, a nivel del síntoma de cada uno” (pág. 23). La adolescencia se define entonces como una respuesta, “una modalidad de anudamiento del goce al sentido” (pág. 29), y el momento de “la caída de los semblantes y de la formulación de ideales nuevos” (pág. 27).

En consonancia, Alexander Stevens [5] plantea que la adolescencia localiza una respuesta subjetiva al real de la pubertad, que implica un antes y un después en la vida del sujeto. La adolescencia es, pues, la declinación de una serie de elecciones sintomáticas respecto de ese imposible con que se tropieza en la pubertad. Definiendo entonces a este proceso como un conjunto de síntomas que responden a ese encuentro con un imposible. En esta misma línea, Fernandez Meerovich [6], toma lo desarrollado por Vilma Coccoz, quien subraya que es fundamental hablar de adolescencias en plural, porque cada sujeto responde de forma singular al modo en que el goce irrumpe. La adolescencia, es el momento en que “el sujeto se tropieza con lo real y enfrenta la pregunta esencial acerca de cómo arreglárselas con el goce” (pág 43).

En las estructuras psicóticas, la forclusión del Nombre del Padre implica que el sujeto no cuenta con los recursos simbólicos necesarios para tramitar aquello que irrumpe desde lo real. Esta cuestión estructural puede mantenerse latente durante años, pero se vuelve especialmente evidente en momentos de pasaje, como la adolescencia. En estos casos, puede producirse un desencadenamiento en el que el orden simbólico se vea profundamente afectado. San Miguel [7] define este momento clínico al afirmar que “la urgencia subjetiva se define como cadena rota. La ruptura de la cadena significante se manifiesta así en la mostración del objeto, la caída del Otro o el retorno de un significante en lo real” (pág. 140). El sujeto entonces, queda expuesto a una irrupción que lo desborda, quedando desprovisto de puntos de anclaje simbólico. Las intervenciones en estos casos, apuntarán a volver a anudar, cifrar, ofrecer un sostén, alojar algo de aquello que irrumpe y emerge de manera desbordante, dejando al sujeto desamparado sin los recursos simbólicos para tramitarlo. La posibilidad de que la estructura del sujeto se sostenga va a tener que ver con “las muletas simbólicas que forjó, sosteniéndolo de la manera que su propio psiquismo le permite, mediante un reemplazo de la forclusión del Nombre del padre” [8] (pág. 30).

En muchos casos, el sujeto logra producir una invención singular, un recurso propio que le permite bordear este agujero estructural. Estas invenciones pueden asumir formas muy diversas. Jean-Claude Maleval [4], al analizar el caso Joyce, afirma que “consigue suplir la carencia de Nombre del Padre por medio de su invención literaria, que le permite estabilizarse” (pág. 99). Puede pensarse que toda invención subjetiva que organiza una consistencia simbólica, imaginaria o real puede operar como suplencia. En ese contexto, en lugar de definir la producción delirante como una manifestación patológica, puede leerse como un acto reparatorio, una invención posible dirigida a reconstruir la relación libidinal con el mundo [9] (pág. 65). Se lo puede considerar como un intento de reorganización subjetiva, como la construcción de una realidad propia, “El delirio le permite armar cierta trama que ordena, y funciona como referencia” [10](pág. 82).

Desde esta perspectiva, donde se busca sostener un encuadre y posicionamiento que permita alojar lo que irrumpe, se trata de hacer lugar a un gesto, una repetición, una invención sonora o una frase insistente que aún no encuentra forma. En palabras de Sotelo [10]:

“Orientados por lo real, es que participamos en la producción de un sentido, ahí donde suponemos un sujeto que padece de la ausencia de referencias; proponiéndole un uso del tiempo y del espacio donde, en presencia, seamos los destinatarios del despliegue de la danza significante” (pág. 83).

El posicionamiento que se plantea frente a este tipo de situaciones es el de hacerse presente como un otro posible, que no cierre el sentido, pero que ofrezca una referencia mínima. En palabras de San Miguel [7]: “es en la urgencia donde el analista podrá poner a prueba sus recursos, en tanto tiene como tarea y es responsable de ella, relocalizar un sujeto que ha perdido sus coordenadas, u ofrecerse como testigo a la certeza delirante” (pág 141).

Tres ejes para la clínica musicoterapéutica en psicosis

La intervención musicoterapéutica en contextos de internación por salud mental, especialmente con personas que presentan cuadros de descompensación psicótica, requiere una orientación clínica que se sostenga en lógicas de acompañamiento sensibles a lo singular. Desde esta perspectiva, Coluccio [11] propone pensar la clínica musicoterapéutica a partir de tres ejes: la dimensión de la organización, la dimensión de la subjetividad, y la dimensión psicosocial. Sin funcionar como categorías cerradas, sino como coordenadas interrelacionadas que permiten leer, alojar y sostener distintos modos subjetivos en contextos de alto padecimiento psíquico.

La primera de ellas, la dimensión de la organización se relaciona con la organización de la personalidad, con la estructuración del yo. Remite a las intervenciones que permiten introducir un recorte, un borde o una forma allí donde prima la desorganización y la fragmentación. No se trata de imponer una forma externa, sino de crear condiciones sensibles para que algo comience a ordenarse, aunque sea precariamente, desde lo sonoro. Tiene en cuenta el despliegue en torno a la variable rítmica, a la experiencia con canciones, a aspectos corporales y el encuadre, para evaluar este eje.

La dimensión de la subjetividad tiene que ver con lo emocional y lo identitario. Implica reconocer y alojar los modos singulares en que el sujeto puede comenzar a apropiarse de su hacer, decir algo de sí, incluso cuando el lenguaje verbal se encuentra obstaculizado o no tan disponible en torno a la elaboración de su padecimiento. Movimientos subjetivos que emergen y dan cuenta de al menos un intento de rearmado o construcción de narrativas personales. Lo importante aquí es sostener una posición clínica que escuche esas formas de inscripción como tales. Tiene en cuenta el registro de sí, de sus emociones y del otro, la expresividad, la referencialidad, la implicancia y los modos vinculares para evaluarlo.

Por último, la dimensión psicosocial permite considerar las producciones, elecciones y modos de estar del sujeto en relación con su contexto social, cultural y comunitario. La dimensión psicosocial, enmarca y complejiza a las otras dimensiones, permitiendo leer en la escena sonora algo del modo en que el sujeto se posiciona frente al Otro, al lenguaje y al mundo. Se evalúa a partir de la observación de variables como la autonomía, el registro de la producción grupal y del otro, la conservación de pautas sociales básicas y los modos relacionales.

Estos tres ejes profundamente interrelacionados entre sí permiten construir una práctica donde la música y el sonido se convierten en recursos clínicos para alojar lo singular, ordenar lo fragmentado y sostener formas de lazo posibles.

Ruido, silencio, sonido y música: coordenadas para pensar lo sonoro en clínica

Desde una perspectiva psicoanalítica aplicada a la práctica musicoterapéutica, Lago [12] propone una lectura en la que el ruido, el silencio, el sonido y la música no representan solamente cualidades acústicas, sino que configuran modos de posicionamiento del sujeto.

El ruido es entendido como aquello que irrumpe sin posibilidad de ser simbolizado, como un exceso que invade el campo perceptivo sin inscripción psíquica. En términos clínicos, puede ser pensado como una experiencia en la que el sujeto se encuentra expuesto a un estímulo no articulable, contingente, que no fue aún recortado por una operación subjetiva.

El silencio, lejos de ser solo ausencia de sonido, constituye un efecto subjetivo. Es lo que habilita el corte que implica el pasaje del ruido al sonido. Se plantea como una operación que inaugura una posibilidad de escucha, de articulación y diferenciación. “Para que alguien pueda escuchar es condición que algo del ruido pueda silenciarse, sino no será posible que se construya la dimensión articulada del sonido” [12](pág. 4). Es a partir del silencio que comienza a organizarse una experiencia sonora-subjetiva diferenciada, donde algo de lo real puede comenzar a adquirir una forma.

“Podemos plantear así una dialéctica entre el sonido, que se presenta como algo articulado por la posición activa de la escucha de un sujeto, y el ruido, que se presenta como algo contingente y no articulable, lo cual supone una posición pasiva del sujeto respecto de esta intrusión en su escucha” [12](pág. 2).

El sonido entonces, en este marco, supone una primera organización que permite localizar algo de ese ruido, algo de lo real. Implica cierta articulación simbólica.“La dimensión imaginaria del sonido, la realidad sonora que supone su localización en un espacio recortado y por ende orientable, comienza a construirse a partir de este cambio de posición donde se sitúa la escucha activa de un sujeto” [12](pág. 5). El sonido implica, entonces, un gesto de apropiación, un borde que hace posible empezar a discriminar, escuchar y tal vez responder.

La música, finalmente, introduce una dimensión más compleja. En su dimensión estética y temporal, implica un entramado de reglas, cortes y repeticiones que posibilitan una forma de habitar el espacio compartido, una escena, similar a lo que ocurre en el juego reglado. Lago [12] ubica en este sentido una nueva operación de corte que produce el pasaje a la dimensión musical, donde el sonido, despojado de su referencia directa al campo del significado, queda librado al campo combinatorio del encadenamiento metonímico. Allí, los efectos de puntuación retroactiva pueden dar lugar a significaciones sonoras, organizadas como motivos y frases rítmico-melódicas. La armonía, en este marco, aporta un contexto escénico, donde estos motivos pueden adquirir una dimensión metafórica, habilitando el encuentro con nuevas significaciones.

Este recorrido no implica una progresión lineal ni universal, sino una serie de registros posibles del campo sonoro en relación con el trabajo clínico. Cada uno de estos conceptos puede funcionar como coordenada para pensar intervenciones terapéuticas, modos de escucha y lugares de anclaje para lo subjetivo. Desde esta perspectiva, los recursos musicoterapéuticos no funcionan sólo como soporte expresivo, sino que implican un campo de intervención clínica en sí mismo, donde se pueden producir efectos de localización, invención o suplencia. Como advierte Lago [12]:

“La oferta del recurso sonoro-musical y la lógica de nuestras intervenciones deberán moldearse artesanalmente de acuerdo al detalle de la localización del sujeto sobre alguna de estas tres dimensiones y en función del singular anudamiento que el sujeto haya podido producir con ellas” (pág. 7).

Así, la clínica musicoterapéutica se orienta desde una lógica artesanal y situada, capaz de acompañar al sujeto en su propio recorrido.

Este artículo se propone analizar, a partir del recorrido por tres tiempos clínicos diferenciados, cómo las intervenciones musicoterapéuticas pueden habilitar distintos modos de organización subjetiva en el proceso terapéutico de un adolescente internado por una descompensación psicótica.

Desarrollo. Contexto Institucional

El caso clínico que se analizará en este artículo se desarrolló en [datos de la institución]. El mismo cuenta con servicios de internación, consultorios externos y hospital de día, organizados bajo un modelo de trabajo interdisciplinario que incluye profesionales de psiquiatría, psicología, musicoterapia, terapia ocupacional, trabajo social y enfermería, entre otros.

Se hará foco en este caso en el servicio de internación ya que es donde transcurre el tratamiento de musicoterapia en cuestión. Es pertinente aclarar que la internación por salud mental se enmarca en la Ley Nacional de Salud Mental N.º 26.657 (2010), que establece que debe ser una medida de carácter excepcional y por el tiempo más breve posible. Sin embargo, su duración y dinámica dependen de múltiples factores, entre ellos la situación clínica, el contexto social y familiar, las posibilidades de externación y de sostener el tratamiento fuera del hospital.

El sector de musicoterapia se encuentra dentro del departamento de Rehabilitación y se configura como un dispositivo clínico que, a partir de experiencias sonoro-musicales, habilita modos posibles de expresión y encuentro, propiciando condiciones para que algo del padecimiento subjetivo pueda elaborarse y se construyan modos singulares y novedosos de hacer y vincularse. Ofrece dispositivos grupales e individuales, tanto dentro de las salas de internación en modalidad de encuadre abierto, como en los consultorios de la sección por derivación. En los abordajes individuales, el encuadre se adapta a las necesidades y tiempos de cada paciente, permitiendo un trabajo más focalizado en los aspectos que emergen en el vínculo terapéutico.

Relato de caso clínico M

M. es un adolescente de 16 años, que se encuentra internado en [nombre de la institución] a raíz de una descompensación psicótica y es derivado a tratamiento individual de musicoterapia. Se presenta con pocas palabras, con una gran dificultad para decir algo sobre sí mismo y su historia, tomado por una idea que repite con insistencia “tengo que encontrar las cuerdas”. Esta expresión aparece cargada de urgencia, pero sin posibilidad de ser elaborada. Ante las preguntas de las terapeutas que intentan abrir sentido, indagar sobre esta idea, emerge un vacío, se queda sin respuestas. Se le presenta el encuadre, muestra interés por la guitarra y a partir de la propuesta por parte de las terapeutas comienza a explorar el instrumento de manera rígida y breve, continúa por el teclado e instrumentos de percusión. Se le pregunta por sus preferencias musicales, por su historia personal, por cuestiones concretas de los materiales a los que se había acercado en la sesión, pero no puede responder y cuando lo hace, es tomando las palabras dichas por las terapeutas momentos previos en el mismo encuentro, como por ejemplo apreciaciones sobre la sonoridad de algunos instrumentos.

En la misma situación, pero en otra sesión, al encontrarse sobre el teclado con cierta frustración y desborde refiriendo que necesita “encontrar las cuerdas” sin poder hacerlo, se le ubica el “Do” como nota de referencia. Se explica que en total hay 12 sonidos, que se repiten a lo largo del teclado y se encuentran contenidos entre Do y Do, acotando el espacio sobre el cual buscar. M. puede tomar algo de esto y logra calmar la urgencia de su búsqueda por un momento. Tocar con ese límite más claro, se le hizo menos abrumador. Se lo apropia y comienza a funcionar como uno de los recursos que le permiten otro despliegue en torno a la idea delirante que trae, retomándolo en los siguientes encuentros. Transcurrieron algunas sesiones signadas por un vacío al que fue necesario prestarle palabra, en la tentativa de que pueda comenzar a construir e inscribir algo propio a partir de ello.

Un día, llega al consultorio diciendo que necesita encontrar las cuerdas, como era habitual, pero agrega que tenía que encontrarlas en una canción en particular. Marcando con ello un segundo momento en este proceso. Pide escuchar esa canción de fondo y toca sobre ella el teclado. Lo que buscaba en estos momentos podría ser la melodía o acordes de la canción, pero no necesariamente. Más bien se trataba de un intento de dar forma a aquello que irrumpía y no estaba simbolizado. En ocasiones alcanzaba con la ejecución de algunas notas sueltas para apaciguar la tensión de su búsqueda, y en otras, ni siquiera el hallazgo de la melodía era suficiente. Una de las veces que ocurrió esto último, fue con una canción de rap. Propongo que quizás esas “cuerdas” se puedan encontrar mejor desde la percusión. Accede a tocar la batería y si bien lo que tocaba no coincidía con la canción de referencia, no tuvo mucho registro de ello y continuó con la experiencia pudiendo dirigir la mirada y una leve sonrisa a la terapeuta, saliendo de a poco del ensimismamiento en el que se encontraba previamente con el teclado. Pregunta si lo estaba haciendo bien y luego dice “Me gustó, ahora con una canción de cumbia”. Invita a tocar a la terapeuta también en esta oportunidad que se suma marcando un pulso.

Esta comienza a ser su manera de presentarse las sesiones siguientes, modificando las canciones sobre las cuales trabajar y de a poco enlazándolas con algo de su historia personal, sobre la que hasta el momento no lograba elaborar un decir claro. Aparecen referencias como “Esta canción la escuchaba con mis primos”, “Con mi familia escuchamos cumbia”, entre otras. Frases cortas que daban cuenta de un tipo de trabajo y posicionamiento subjetivo distinto, inaugurando un tercer tiempo del proceso.

Dentro de este marco, habiendo apaciguado algo de esta urgencia que lo convocaba al espacio de musicoterapia, aparece la posibilidad de improvisar sobre un terreno relativamente conocido y seguro a esta altura del tratamiento. Se observa que luego de un poco de exploración de las notas conocidas del instrumento, define una melodía que iba a ser retomada en las improvisaciones que siguieron. Se destaca esta creación propia y se le pregunta si alguna vez había pensado en componer una canción. Sorpresivamente para las terapeutas, responde que tiene muchas ideas para escribir. Emprendemos entonces el camino de la composición de una canción de Cumbia Villera, género musical elegido por él con el cual dice identificarse, donde incluye la melodía que solía utilizar al improvisar y escribe sobre el recorrido de un colectivo característico de su zona de residencia. Este proceso toma algunos encuentros, donde cuidadosamente agrega versos nuevos y ensaya maneras de cantarlos. Su voz es monocorde, sin matices ni mucha proyección. Se le propone grabar la canción a medida que esta va tomando más forma y al escucharse registra las características de su voz cantada y lo ininteligible que sonaba por momentos. Se dispone frente al canto de otra manera, en un intento de acercarse a un modo que le gustara más y que a la vez logre entenderse mejor. En ese proceso, por momentos solicita grabar su producción nuevamente para escucharse y seguir acomodando lo que considere necesario, así como también se acerca a las terapeutas para el pedido de consejos y opiniones.

Llegando al final de su tratamiento individual, se toma la decisión de derivarlo a un grupo. Se incluye en él presentándose con su canción y enseñando lo que aprendió en el teclado sobre las notas de referencia a sus compañeros.

Discusión

La internación de M tiene lugar en un momento de pasaje vital signado por la adolescencia, etapa que conlleva transformaciones subjetivas profundas. Como sostienen Fernandez Meerovich [6] y Stevens [5], el despertar puberal implica un encuentro con lo real del goce que exige al sujeto inventar modos singulares de respuesta. Esta exigencia se vuelve aún más disruptiva cuando no se han constituido aún los recursos simbólicos suficientes para tramitar y elaborar algo de esta irrupción. Se corre el riesgo en estos casos de derivar en un desencadenamiento, donde la cadena significante se interrumpe y el sujeto queda expuesto a una urgencia subjetiva [7]. La insistencia de M. en la frase “tengo que encontrar las cuerdas” puede leerse como un intento de localización frente a lo desbordante, una forma de sostenerse frente a lo real que irrumpe. Un intento de producir un soporte ante lo que irrumpe sin forma.

En base a lo teorizado por Lago [12] y Coluccio [11], se ubican tres tiempos en el recorrido terapéutico relatado anteriormente, marcados por diferentes posicionamientos subjetivos e intervenciones que los tuvieron en cuenta.

Un primer tiempo, marcado por una búsqueda inasible, como un primer intento y esbozo de respuesta ante un ruido que invade e irrumpe sin posibilidad de ser simbolizado. Ubicando en este intento a la frase “necesito encontrar las cuerdas” que no remite a nada, pero a la vez insiste con urgencia, junto a la imposibilidad de narrarse a sí mismo. Las intervenciones que tienen lugar aquí se orientan a ofrecer marcos de organización posibles. Se apunta a generar un corte, un silencio que permita el pasaje del ruido al sonido, un movimiento que permita cierta articulación significante. Ofrecer un punto de referencia que funcione como posible anclaje para empezar a acotar algo de aquello que en principio aparece como inabarcable para M. La delimitación de una zona dentro del teclado y la nota “Do” como referencia, son tomadas por M. como un posible punto de anclaje y un marco o sostén de esa búsqueda de la que por el momento no se sabía nada más que su urgencia. Darle un lugar con ello, a su despliegue subjetivo y a la elaboración de su padecimiento.

Un segundo tiempo, que comienza por el anclaje en recursos sonoro-musicales que ofrecen un marco y orientación. Nos encontramos con un posicionamiento que hace más referencia a lo sonoro, donde lo que antes era un exceso indistinto empieza a adquirir contornos y formas reconocibles para él. Aparece, con la elección de canciones, una localización de esa búsqueda urgente en un objeto por fuera, permitiendo un tratamiento distinto y novedoso de esta idea. El trabajo en este período toma dos caminos que funcionan en dos planos distintos y se encuentran sumamente relacionados entre sí. Por un lado, es posible hacer una lectura en torno a la dimensión de la subjetividad, cuando M. comienza a vincular su búsqueda con canciones significativas de su historia. Este pasaje permite que lo musical se convierta en un soporte para reinscribir sentido y trazos de identidad. Las elecciones musicales, vinculadas a momentos compartidos con su familia, funcionan como mediaciones que recuperan la conexión con experiencias previas y habilitan la construcción de narrativas personales. Por otro lado, se sigue trabajando en algún punto con la organización, aunque con otro recorrido y otras herramientas a esta altura. Como fue relatado, no siempre lo melódico era un recurso suficiente para sostener y habilitar su despliegue subjetivo, sino que en ocasiones conducía a cierto desborde y era necesario desplazar este intento persistente de capturar algo de la canción, hacia otras vías de tratamiento posibles. La percusión, quizás por sus características más tangibles y delimitadas, se presentó en este contexto como un recurso privilegiado que le permitía a M. recuperar parcialmente un anclaje subjetivo. A su vez, esta propuesta le brindó un soporte que movilizó el pasaje hacia la inscripción de elementos de su identidad en la escena sonora, haciendo referencia nuevamente a la dimensión de la subjetividad.

Para finalizar, se define un tercer tiempo, con la emergencia de una producción propia. Un tiempo marcado por el pasaje de lo sonoro a lo musical, donde se configuran motivos y frases que permiten la creación de significaciones sonoras propias. M. atraviesa un proceso de composición donde se observan diversos y novedosos movimientos en cuanto a su despliegue subjetivo. En principio, la definición de una melodía propia que se convierte en un eje estable de su producción, un motivo que retoma en distintas improvisaciones y que empieza a organizar su experiencia sonora de manera singular. Logra también un registro más claro de sí mismo a través de la escucha de su voz en grabaciones de audio, pudiendo observar cómo su modo de cantar revela tanto sus limitaciones como sus recursos expresivos y abriendo la posibilidad a trabajar sobre ellos como una motivación propia. En lo que respecta a la letra que escribe, en donde refleja un recorrido cotidiano significativo, el trayecto en colectivo que enlaza con sus vivencias personales y lo vivido en su entorno. En consonancia con esto, se encuentra también la elección del género de cumbia villera, la identificación con un estilo que considera propio, donde puede inscribir su historia y su manera de habitar el mundo. Este proceso evidencia cómo la composición funciona como un espacio de invención y apropiación. M. ensaya modos de presentarse, de reconocerse y de definirse en relación con su historia, su entorno y sus preferencias estéticas. Es un momento de consolidación de su subjetividad, donde la música se convierte en vehículo para organizar lo que hasta entonces permanecía disperso o inarticulado.

En la decisión de compartir la canción creada para presentarse frente a sus compañeros de grupo se despliega también un pasaje notable. Se convierte en una invención puesta en circulación social. Esta decisión implica ocupar un lugar activo, tomar la palabra y exponerse a la mirada del otro. Implica también haber encontrado y construido nuevas formas de nombrarse. Lo que se pone en juego en este momento es la dimensión del lazo social. La composición se vuelve vehículo de reconocimiento, una vía para que M. no solo organice y subjetive su experiencia, sino que también se inscriba en una trama compartida. En este sentido, la invención musical no solo estabiliza, sino que además le otorga un lugar desde el cual ser alojado por los otros. Entendiendo a las intervenciones producidas en este tiempo alineadas con las dimensiones subjetividad y psicosocial.

Es importante destacar que el tratamiento relatado se inscribe dentro de un abordaje interdisciplinario, en el que M. también se encontraba en tratamiento con psicología, trabajo social, terapia ocupacional y psiquiatría. En todos estos espacios se compartía una lectura e interrogante común en torno a la dificultad de M. para decir algo sobre sí mismo y al vacío que aparecía en sus expresiones. La intervención desde el equipo de musicoterapia consistió en acompañar los distintos modos en que M. se vinculaba con lo sonoro, proporcionando marcos de contención y organización frente a experiencias abrumadoras, habilitando la exploración, la improvisación y la composición como espacios posibles de inscripción de sentido, experimentar recursos propios y construir formas de presentación y modos de relacionarse con el otro. Se intentó acompañar su despliegue, facilitando un modo de apropiación de la experiencia y una eventual articulación de la identidad que dialogara con las intervenciones de los demás dispositivos, manteniendo la coherencia de un encuadre clínico compartido.

Conclusión

El análisis del caso evidencia que los recursos e intervenciones musicoterapéuticas no solo facilitan la expresión y organización de lo sonoro, sino que constituyen mediaciones para sostener el despliegue subjetivo, habilitar procesos de invención y generar lazos significativos. Las experiencias musicales conformaron un espacio de experimentación donde se articulan las dimensiones de organización, subjetivas y psicosociales, mostrando cómo las intervenciones propuestas pueden acompañar la construcción de sentido en contextos clínicos complejos. Queda expuesta a su vez, la interrelación entre estas tres dimensiones donde el trabajo en torno a cada una de ellas nunca fue aislado ni sin efectos para las otras.

Este recorrido refuerza la importancia de un enfoque flexible, artesanal y situado, que se adapte al modo en que cada sujeto se relaciona con lo sonoro y con lo real, ofreciendo distintos recursos para sostener y promover la reorganización subjetiva, en consonancia con la intervención de otros dispositivos terapéuticos.

Referencias

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Publicado

2025-12-16

Cómo citar

Robles, J. (2025). Musicoterapia, psicosis y adolescencia: Un estudio de caso en contexto de internación. ECOS. Revista Científica de Musicoterapia Y Disciplinas Afines, 10, e048. https://doi.org/10.24215/27186199e048